FICHA ANALÍTICA

ESPAÑOLES SIN ESPAÑA: ESTRATEGIAS DE REPRESENTACIÓN EN EL CINE CUBANO
García Borrero, Juan Antonio (1964 - )

Título: ESPAÑOLES SIN ESPAÑA: ESTRATEGIAS DE REPRESENTACIÓN EN EL CINE CUBANO

Autor(es): Juan Antonio García Borrero

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 13

Año de publicación: 2009

 Tal nos parece, por instantes, que hayamos sido lanzados de España para que seamos su conciencia, para que derramados por el mundo, hayamos de ir respondiéndole ella, por ella, y fuera de su realidad, seamos simplemente españoles. Españoles sin España.

                                                                            María Zambrano



La mañana del 15 de enero de 1897 arribó al puerto de La Habana (Cuba), tras zarpar de Veracruz (México) cinco días antes, uno de esos barcos de vapor que, por entonces, todavía hacían la moda. En un costado, en letras rojas, podía leerse el nombre de la embarcación: Lafayette. Es invierno, y los pasajeros descienden con la ansiedad típica de quienes llevan en la mar largos siglos.

La tercera persona en tocar tierra es un hombre alto, más bien delgado, que arrastra con dificultad una enorme caja de madera. Una vez que llega al puesto donde un soldado español revisa las identificaciones, el hombre saca de uno de los bolsillos interiores de su ajado traje, un papel arrugado donde pueden leerse sus principales señas. El soldado estudia par de veces el nombre y pregunta en tono afirmativo: ¿Gabriel Veyre? El aludido dice sí con la cabeza, pues aunque ha aprendido a comunicarse en español, no se siente con ánimo de sostener un diálogo. Está agotado. Para colmo, las noches frías de México le afectaron los pulmones, y lo hacen sentir definitivamente cansado a sus venticinco años de vida.

Por suerte, el soldado español tampoco siente el más mínimo deseo de entretenerse en conversaciones inútiles. Cuba era en esos instantes un hervidero de independentistas y revoltosos, mientras que España se desangraba en una guerra a la que no se le veían demasiadas perspectivas heroicas. Así que se limitó a mirar con curiosidad el extraño equipaje del tal Veyre, escuchar cómo este balbuceaba una explicación que jamás entendió (hablaba de unos franceses nombrados Lumière, y un cinematógrafo o algo así), para por último confirmarle el permiso de entrada y darle sin mucho fervor la bienvenida a Cuba.

Veyre suspiró aliviado y encaminó sus pasos al coche más próximo. El conductor (un mulato con sombrero de copa alta) lo ayudó a acomodar el equipaje en el interior, y acto seguido condujo a toda prisa el vehículo hasta la calle Prado no. 126, entre San José y San Rafael, muy cerca del Teatro Tacón. Una vez frente a la casa donde dormiría, el francés pagó al cochero, dejó alguna propina y terminó de bajar sus cosas. Ya en cama, meditaría sobre el hecho de estar en La Habana.

Todavía en México, Veyre oyó hablar de esa guerra que enfrentaba a todo un pueblo de cubanos a la Corona española. Le habían advertido del peligro de su estancia allí. De la obstinación de los españoles por no ceder un territorio sobre el cual creían tener un derecho celestial, de la ferocidad de los mambises, decididos a lograr la emancipación a cualquier precio.

Tal vez estuviera al tanto de aquella polémica desatada años atrás por el periódico The Manufacturer el 16 de marzo de 1889, cuando un ofensivo artículo titulado «¿Queremos a Cuba?» reflexionaba sobre las ventajas e inconveniencias de comprar la Isla a España y anexarla a Estados Unidos, provocando la enérgica reacción de un patriota como José Martí, quien respondió al libelo con otro texto que tituló «Vindicación de Cuba». Y si bien los cubanos se llevaban la peor parte de aquella pasarela de impresiones festinadas, los súbditos de la Corona no se quedaban atrás en la caracterización, al decirse de ellos que:

    […] Los españoles están probablemente menos preparados que los hombres de ninguna otra raza blanca para ser ciudadanos americanos. Han gobernado a Cuba siglos enteros. La gobiernan ahora con los mismos métodos que han empleado siempre, métodos en que se juntan el fanatismo a la tiranía, y la arrogancia fanfarrona a la insondable corrupción. Lo menos que tengamos de ellos será lo mejor.1

Para el carácter sumamente impresionable de Veyre, aquello debía ser, pues, una isla de facinerosos entregados al caudillismo más intolerante. En verdad, sabía muy poco de los líderes que estaban al frente de esa lucha, y mucho menos de los hábitos culturales existentes entonces. Ignoraba que tres años atrás, en el Paseo del Prado, se inauguró una Exposición Imperial con algunos de los antecedentes del cinematógrafo, así como un Salón de Ilusiones Ópticas. Más bien se había preparado psicológicamente para convivir con una masa amorfa de seres empeñados en gritar no más que consignas patrióticas e insultos a sus enemigos. Muchos vivas a la madre patria y otros tantos a la patria que estaba por llegar. Dios quisiera que ese invento que lo llevaba por aquellas tierras, además de dejarle algunas ganancias, sirviera para calmar los ánimos.

Puede decirse que la primera exhibición pública del cinematógrafo en Cuba fue, en ese sentido, un éxito, al igual que la función previa con la prensa habanera, sensiblera en exceso, según se deduce de los artículos que todavía se conservan. El gobierno español autorizó la exhibición de aquellas extravagancias con la condición de que se mostraran algunas que sirvieran para encumbrar el poderío militar de su ejército, por lo que no sorprende a nadie que entre las vistas que mostrara el francés en aquel primer programa de más o menos treinta minutos, encontremos estos dos títulos: La Puerta del Sol en Madrid y La artillería española en combate.

Esto hace pensar que el cine cubano nació con la impronta de lo español en sus entrañas, pues hasta lo que se considera la primera filmación realizada en la Isla tuvo su impulso ibérico. Sucedió que una de esas tardes en que Veyre caminaba por la esquina de Prado y San José, el destino quiso que coincidiera con una mujer vestida de modo muy elegante. La reconoció al instante por los retratos aparecidos en la prensa de esos días. Se trataba de María Tubau, la célebre actriz española, que por esa fecha actuaba con su compañía precisamente en el Teatro Tacón.

A Veyre le encantaba comportarse como un caballero ante las mujeres, según nos demuestran algunas de sus cartas enviadas a la madre desde América, y a petición de la actriz, accedió a rodar Simulacro de incendio, un corto de un minuto de duración que tomó como pretexto la acción de los bomberos del Comercio de La Habana, estación que radicaba en la misma cuadra donde estaba instalado el cinematógrafo.

La Tubau se deshizo en agradecimientos, y es posible que hasta le firmara un autógrafo, si bien una vez de vuelta al hotel donde dormía probablemente olvidó por completo el asunto. Al fin y al cabo se trataba tan solo de un divertimento de feria. Nada que ver con lo que su histrionismo derrochaba cada noche en los más grandes escenarios.

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Para un historiador obsesionado con los rigores de la academia, lo anterior ha de resultar demasiado literario, y por ende, poco confiable en el plano epistemológico. Según las pautas de ese investigador, el anterior relato carecería de las precisiones que casi siempre exige la historiografía más puntillosa (que, también se sabe, no es lo mismo que «más rigurosa»). Sin embargo, más allá de lo que puntualmente se puede poner bajo sospecha, queda en claro una evidencia nada desdeñable: el hecho de que el cinematógrafo llegara a la Isla justo un año antes de que se decidiera el diferendo de los independentistas criollos con la Corona hispana, decisión que incluyó la usurpación que Estados Unidos hiciera de la inminente victoria mambisa.

El cine cubano nació con la huella de lo español en sus entrañas. De allí que no sea casual que Veyre mostrara un gran entusiasmo con la idea de filmar,

    […] voluntarios en el Parque por la mañana, preparándose para ir al relevo de guardia, marchando; el Paseo del Prado por las tardes, el aspecto de los teatros de La Habana durante las representaciones de las compañías que hoy los ocupan; el acto del sorteo de la lotería, una sesión del Ayuntamiento y otra de la Diputación.2

Dicho entusiasmo era una manera tácita de aprobar el orden colonial que a duras penas subsistía, lo que sumado a la presencia de la Tubau (actriz favorita de la reina regente) y la filmación de los bomberos (fuerzas que tradicionalmente se habían opuesto a los sectores independentistas) nos confirma esa actitud pro colonialista de esta incursión primigenia del cinematógrafo en Cuba.

El diferendo político no dejaría de ejercer su influencia en el modo de representación que más tarde asumiría la incipiente cinematografía alrededor de todo aquello que oliera a su pasado colonial. Si bien es cierto que apenas se conservan películas de la edad silente del cine cubano (período 1897-1930), sí perdura esa papelería de la época que da fe de la euforia nacionalista que provocaban las películas de Enrique Díaz Quesada, considerado por algunos «el padre de la cinematografía nacional», al evocar las luchas independentistas y mostrar al enemigo español como algo carente de cualquier matiz humano.

En tal sentido, resulta bastante elocuente lo sucedido a propósito del estreno de El rescate del brigadier Sanguily (1916) en uno de los teatros capitalinos, donde se dice que en un local atestado de público cubano, pero con presencia bastante significativa de inmigrantes españoles, en la secuencia donde las tropas mambisas persiguen a las fuerzas enemigas, se escuchó el grito de algún emigrado que era toda una declaración de guerra: «¡Los españoles no corrían así!», suficiente para que se iniciara un altercado que la prensa de la época describe del siguiente modo:

    Enardecidos los ánimos, al poco rato aquello no era un teatro. Aquello se tornó una babel ensordecedora. Los cubanos la emprendieron a piñazo limpio con los españoles y estos a trompadas con los cubanos, al extremo que hubo que encender las luces del teatro y la policía desalojar el salón, con una balanza de varios heridos de ambos bandos y un sinnúmero de lunetas rotas y bancos de tertulia levantados y echados al patio de lunetas. Aquella función se había convertido en campo de Agramante.3

Hoy sabemos que la presencia española en Cuba a partir de 1492 hasta la fecha ha obedecido a múltiples razones, que irían desde la inicialmente «colonizadora» hasta la «espontánea», esa que buscó en el desplazamiento a otras regiones un mejoramiento del estatus económico. Quizás sea Gallego (1987), de Manuel Octavio Gómez, la película cubana que mejor registra ese proceso, al contarnos una historia donde es posible percibir el impacto que, a principios del siglo xx, tuvo sobre las áreas rurales la creciente industrialización del mundo.

Y si bien el tema de lo migratorio en el cine cubano parece estar de moda en los estudios cinematográficos de la Isla, llama la atención que el caso de «españoles en Cuba» apenas se haya reflejado, priorizándose lo relacionado con la inmigración forzosa de negros africanos en carácter de esclavos o, en su defecto, la emigración posrevolucionaria hacia Estados Unidos.

En tal sentido, el estudio de cómo se ha representado «la presencia española» a lo largo de la historia del cine insular, nos revelaría aspectos casi inéditos ya no solo desde el ángulo ideoestético y sociocultural, sino también en términos de análisis del sistema de producción cubano. Si la gestión del español Manuel Mur Oti en Cuba en el año 1958, a propósito del rodaje de su película ¡Qué mujer! se veía entonces como algo extravagante, dada la primacía de la colaboración mexicana en el ámbito cinematográfico, hoy no puede decirse lo mismo, debido a la existencia de un grupo de coproducciones hispano-cubanas que han reconfigurado la percepción que ambos países tienen de sí mismos.

Es posible examinar el tema de las relaciones Cuba-España en el cine cubano desde varios puntos de vista, entre estos:

a) el histórico, que nos permite apreciar cómo han visto los cineastas cubanos la presencia española en la Isla a lo largo de la historia nacional;

b) el económico, que nos revelaría las transformaciones en el ámbito de la producción, como causa de los cambios en la gestión económica de la Isla;

c) el culturológico, donde podrían detectarse las interrelaciones establecidas en ambos contextos creativos, estudiando los aportes de cineastas españoles a la propia cinematografía cubana.

Lo que sigue no es el análisis más exhaustivo de la presencia «española» en las pantallas cubanas, pero al menos propone una suerte de mapa inicial. Habría que advertir, no obstante, que el reflejo cinematográfico de los flujos migratorios hacia el territorio cubano, no ha sido todo lo sistemático que podría hacernos pensar el asunto, sobre todo si se toma en cuenta la importancia que ha tenido en el crecimiento demográfico de la nación precisamente la inmigración.

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La representación del inmigrante español en el cine cubano ha sido, en comparación con la presencia del africano, más bien superficial. De hecho, bajo la nomenclatura de «gallego» se ha utilizado a una figura que no está haciendo referencia solo a aquel que provino de Galicia, sino que asume como tal a cualquiera que haya llegado de España, ya sea del área gallega, la andaluza o la catalana. En el imaginario colectivo de la Isla, el «gallego» ha tenido una connotación simbólica, y por ello mismo el uso del término ha respondido a algo más que a un propósito racional.

La investigadora norteamericana Laura Podalsky ha podido vislumbrar con envidiable lucidez cómo el cine cubano prerre-volucionario, tan vapuleado en más de una ocasión por la ausencia de una finalidad identitaria, en realidad no estuvo ajeno a esos procesos de construcción donde, a su manera, se intentó hacer visible ante los otros, el cuerpo de la nación. En su texto, la estudiosa argumenta la tesis de que,

    […] Mientras el cine de los treinta presentaba a Cuba como una nación dividida entre ciudad y campo, las coproducciones de los cincuenta la caracterizaban por un conflicto entre la cultura criolla/blanca y la africana/negra. Tal comparación demuestra que aunque el cine cubano prerevolucionario articulaba tradiciones locales, estas también se modelaban conforme a las expectativas del mercado hispanohablante.4

A los efectos de este artículo me importaría retener sobre todo el apunte en torno a la tensión que, a lo largo de la historia del cine cubano, se ha originado con la contraposición de la «cultura blanca» (representada por españoles y criollos) y la cultura negra (encarnada en esclavos africanos, empleadas domésticas y otros sujetos sociales). Esa tensión puede explicar el porqué, aún antes del triunfo de la revolución de 1959, se ha privilegiado fílmicamente el aporte africano a la identidad nacional, muy por encima de la contribución hispánica.

Los antecedentes de esa práctica cinematográfica habría que rastrearlos en el contexto teatral. La irrupción en escena del actor Francisco Covarrubias (1775-1850) permitió que hacia mediados del siglo xix los escenarios de la Isla conocieran de sus primeros personajes criollos. Se trató de adaptaciones al medio cubano de esos sainetes que Ramón de la Cruz puso de moda en España por la misma fecha, pero donde era posible advertir la presencia muy pronto sistemática de ese gallego que,

    […] Del español propiamente dicho (sin características), devino luego en el andaluz, el catalán, el asturiano hasta llegar al gallego, que conforma la caricatura: el hispano trazado por escritores con óptica de choteo criollo: tacaños por antonomasia, tontos con ínfulas de listos, respetados pero burlados. El gallego fue la expresión final del español en el género bufo cubano, con todos sus matices de profesiones, físicas, fonéticas: desde padre de familia, hasta bodeguero tacaño, desde calvo y bigotudo (el clásico) hasta el pelón, desde los subrayados acentos hispánicos al hablar, hasta la comicidad espontánea, despojado de toda caracterización y apoyado fundamentalmente en su físico y mímica de un Américo Castellanos. Eso sí, todo ello con un toque de arrebol en las mejillas.5

La inauguración del Teatro Alhambra el 10 de noviembre de 1900 contribuyó a fomentar la popularidad de unos personajes que muy pronto se convertirían en referencias insoslayables para la producción cinematográfica que por entonces se ensayaba. El gallego, que junto al negrito terminó por simbolizar buena parte de la esencia del teatro vernáculo promovido por el Alhambra, fue varias veces tomado en préstamo por aquel cine incipiente, si bien sin ningún interés de ahondar en la problemática que podía representar su presencia en un contexto ajeno, pues casi siempre esa representación no pasaba de ser mera decoración. A esto ha hecho referencia también Podalsky cuando afirma que,

    […] Muchas películas de finales de los años treinta, y aun las de la década de los cincuenta, enfatizaban los duelos verbales entre personajes típicos del teatro bufo. Estampas habaneras (Jaime Salvador, 1939), Rincón criollo (Raúl Medina, 1950) y La renegada (Ramón Peón, 1951) incluían un español torpe (el gallego), dueño de un bar o de una tienda, que se enfrenta a un hombre negro (el negrito) y coquetea con una mulata lista. Romance del palmar incluye intercambios cómicos similares entre un chofer español (ayudante de Alberto, llamado «gallego» por otros) y un guajiro lánguido, mientras resaltaba canciones y bailes de manera excesiva.6

La relación de películas cubanas prerrevolucionarias que, efectivamente, no obstante ser esa producción más bien exigua cuando se compara con la mexicana o argentina de la época, nos hace notar un interés bastante enfático por utilizar esa marcada antinomia étnica, y casi siempre en detrimento del valor hispánico. Esto tal vez sea el resultado de una herencia teatral (el bufo), primera en oponerse de manera radical al modelo teatral burgués incorporando a su mundo la jerga popular, el acento paródico y las alusiones políticas contestatarias.

Cierto que la decepción cubana ante el desenlace de la Guerra Hispano-Americana, y más adelante la frustración con la revolución antimachadista decretó que, en lo adelante, ese mismo teatro refrendado por el Alhambra, se deshiciera cada vez con más rimbombancia de cualquier interés político, prevaleciendo las intenciones meramente lúdicas por encima de cualquier finalidad crítica hacia la realidad, pero aun así, la presencia española (a través del gallego) se siguió observando como un elemento anacrónico, represor e incapaz de entender los nuevos tiempos, incluso cuando esos reparos llegaran desde el insoslayable choteo insular. Mientras la mulata devenía el símbolo de lo sensual y el desenfreno, el gallego asumía la dudosa virtud del comedimiento moral, que casi siempre rayaba con la ridiculez.

Se podría elaborar una larga relación de películas cubanas donde el «galleguismo», para decirlo con las palabras del crítico Francisco Ichaso, juega ese papel de atracción popular comenzando por Sucedió en La Habana (1938), de Ramón Peón,

    […] exposición animada, entretenida, pintoresca de todos o casi todos los materiales de superficie con que puede manipular el cine nacional. […] El «choteo», esa forma característica del humorismo nacional tan magistralmente analizada por Mañach, tiene sus proveedores en ciertos tipos arrancados del género bufo: el «gallego», el «negrito», el «picador», y la «mulata». Son como cordones umbilicales con nuestro sainete típico, que Ramón Peón no ha querido cortar. […] En todas partes el cine, sobre todo en su etapa inicial, presenta adherencias teatrales. Las de Sucedió en La Habana son esas que acabamos de señalar.7

Tanto en esta película de Peón, como en Estampas habaneras (1939), del barcelonés Jaime Salvador (1901-1976), se adivina el quehacer de Agustín Rodríguez, uno de los libretistas más celebrados del Teatro Alhambra. En Estampas… un borracho da pie a un altercado en el bar del gallego, ocasionando la fuga de un hombre que se cree responsable de su muerte, lo cual permitirá asistir al debut de Blanquita Amaro como actriz, así como a las excentricidades de los populares cómicos del momento Federico Piñero y Alberto Garrido, pero al mismo tiempo ver en pantalla al actor español José María Linares Rivas, un intérprete que después podría ser visto en cintas como Mi tía de América (1939), de Jaime Salvador; El romance del palmar (1938), de Ramón Peón; y El extraño en la escalera (1954), de Tulio Demicheli.

En 1950 Juan José Martínez Casado y Raúl Medina dirigen Una gitana en La Habana, en la cual un adinerado español que vive en Cuba decide traer junto a él a la hija que abandonó en España dos décadas atrás. Ese mismo año los mismos realizadores insisten con otra comedia titulada ¡Qué suerte tiene el cubano! (1950), donde apelan de nuevo a los estereotipos promovidos por el teatro bufo, al contarnos en esta ocasión una historia donde el gallego tiene el papel de chofer celoso, dentro de una trama que tampoco lo revela como protagonista. Dos años después el director Raúl Medina realiza en solitario Yo soy el hombre (1952), melodrama interpretado por Lina Salomé, Alicia Rico y Guillermo Álvarez Guedes, en el que se describen las peripecias sentimentales de un español engañado por su cónyuge, el cual desea recuperar el amor de su antigua novia.

Por su parte, en 1955 el cubano René Cardona se puso a la cabeza de la coproducción cubano-mexicana Una gallega en La Habana. Se trató de otra oportunidad de encontrar a la popular actriz argentina Niní Marshall asumiendo la que, sin dudas, fue una de sus creaciones más perdurables: Cándida, la mucama gallega. Dirigida en su país de origen por realizadores como Luis Bayón Herrera (Cándida, 1939; Los celos de Cándida, 1940; Cándida millonaria, 1941), Enrique Santos Discépolo (Cándida la mujer del año, 1943) y Luis César Amadori (Santa Cándida, 1945), debió exiliarse en México a finales de esa década, donde seguiría retomando el personaje. En Una gallega en La Habana, Cándida viaja a Cuba con el fin de reencontrar al novio que la abandonó en España alegando que iría a buscar trabajo, convirtiendo a la cinta en todo un pretexto para escuchar unos cuantos números musicales interpretados, entre otros, por la Sonora Matancera y la más tarde mundialmente célebre Celia Cruz.

Otro filme distintivo de esa manera de representar al español en la pantalla cubana de entonces lo es la cinta Olé, Cuba (1957), de Manuel de la Pedrosa (Santander, España, 1915), cineasta que figura (junto a Manuel Alonso y Ramón Peón) como uno de los más prolíficos realizadores del período prerrevolucionario, con títulos como La tremenda corte (1945), Hotel de muchachas (1950), Música, mujeres, piratas (1950), Príncipe de contrabando (1950), Cuba canta y baila (1951), Tres bárbaros en un jeep (1955), Mares de pasión (1959) y Surcos de libertad (1959).

El caso de Manuel de la Pedrosa no deja de resultar significativo, pues fue uno de los productores más intranquilos que conoció el cine prerrevolucionario. Cierto que sus películas no pasaron de ser muchas veces meros pretextos para reunir en un filme a actores de gran popularidad y efímera trascendencia, mas allí nos han quedado sus esfuerzos para concederle a la producción cinematográfica de la Isla una coherencia organizativa, como puede ser la fundación de la compañía LASPES en 1947 (junto a los socios Lázaro Prieto y Manuel Pellón), o la de PROFICUBA (Productora Fílmica Cubana) o DARDO, así como sus gestiones como gerente de producción de la Compañía España Sono Films de Cuba, que posibilitaría la realización de buena parte de las películas de Juan Orol en aquella época.

En Olé, Cuba un joven andaluz se lanza a la bahía de La Habana luego de viajar como polizón en un barco español. Los famosos comediantes Pototo (Leopoldo Fernández) y Filomeno (Aníbal de Mar) se encuentran cerca en su bote de remo, y deciden llevarlo a tierra. Lo que sigue es bastante predecible, e hizo suscribir a la crítica del momento el siguiente comentario:

    El tema es completamente simple, es el pretexto para presentar cantidad de números de canto y baile de música cubana, mal cantada, bailada y presentada. Desde todos los puntos de vista, la película es malísima. Pésimo el guión, deficiente la fotografía en sus tomas y calidad, y el montaje con una serie de cortes bruscos y sin ningún cuidado, ni siquiera los elementales. Doblaje completamente desincronizado. En fin, un verdadero dechado de imperfecciones.8

Hoy sabemos que ese exceso de música y escenas de baile, no obedecía tanto (o solo) a la ineptitud de un conjunto de realizadores que miraban el cine apenas como un filón comercial, sino a una estrategia de representación que planteaba el cuerpo de la nación desde la perspectiva del espectáculo (ese que sobre todo los coproductores españoles o mexicanos estaban esperando), dejando a un lado el cultivo de una narración que, como la industria mexicana o argentina, reparara en los sujetos presentes en la historia nacional.

En ese contexto de representaciones, «el gallego» solía ser el vehículo a través del cual podía mostrarse lo explosivo de una cultura que, a diferencia de la mexicana o la española, contaba con el componente africano como algo que le concedía singularidad a la Isla. El gallego, con sus enamoramientos, sus celos, sus deslumbramientos, era el encargado de poner en evidencia la superioridad de una manera de ser (la mestiza) que alguna vez contribuyó a crear, pero ante la cual pareció siempre condenado a disfrutar de lejos.

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El triunfo revolucionario de 1959 encabezado por Fidel Castro, y el surgimiento del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) como resultado de la primera ley cultural dictada por este nuevo gobierno, determinó un cambio radical en las estrategias de representación de «la presencia española» en las pantallas cubanas. De hecho, la novísima ley fue enérgica en su pretensión de desterrar del discurso fílmico de la nación, toda esa práctica cinematográfica anterior que quiso hacer del «gallego» y otros artilugios del teatro bufo, la razón de ser de la comunicación con el público.

El «nuevo cine cubano», al amparo de aquel «Por Cuanto» que desde el mismo texto legislativo daba por sentado que «el cine es un arte», propuso una mirada que lejos de pasar por alto la complejidad del tejido étnico que conforma la nacionalidad insular, más bien promovió la indagación en el fenómeno desde diversas perspectivas. Pero también es cierto que la presencia de la emigración hispánica siguió siendo, en comparación con la africana, mucho menos atendida que esta última.

Resulta importante resaltar cómo el ICAIC desde un inicio intentó aprovechar la experiencia de aquellos directores foráneos que podían aportarle enseñanzas a la incipiente industria, y aquí es de destacar la temprana presencia del español José Miguel García Ascot, el célebre realizador de En el balcón vacío (1961-1962), una de las películas emblemáticas del exilio español republicano, filmada en México, pero que comenzó a configurarse como idea durante el período de estancia del cineasta y su esposa María Luisa Elío en La Habana, respondiendo a una invitación de trabajo de Alfredo Guevara, presidente fundador del ICAIC. Precisamente María Luisa Elío ha evocado ese instante de la siguiente manera:

    Estábamos en Cuba en aquel momento, y un poco el ambiente de Cuba, de la gente que venía de la Sierra y demás, nos recordaba bastante a la guerra de España. Yo no había escrito nunca pero me puse a hacerlo sin decirle nada a mi marido, porque me parecía una tontería. Él se iba a trabajar y yo me quedaba escribiendo. Curiosamente un día estaba yo sentada en el hall del hotel Presidente, donde vivíamos, y pasó Alejo Carpentier, con el que solíamos ir al cine por las noches. Me preguntó qué estaba haciendo y le dije que escribiendo una carta, pero él me contestó que eran muchas hojas para una carta y me pidió leerlas. Fue la primera persona que lo leyó.9

La contribución de García Ascot al nuevo cine cubano finalmente se concretaría con la dirección de dos episodios («Un día de trabajo» y «Los novios») de los tres que conforman el filme Cuba’58 (1962). Pero más allá de lo discreto que puedan haber sido los resultados de estos trabajos en el orden artístico, sí se comenzó a poner en evidencia el interés del ICAIC por promover un cine donde los estereotipos étnicos cedieran el puesto a la autenticidad y complejidad de la representación.

No parece gratuito que precisamente El balcón vacío se convirtiera en un referente importante de lo que más tarde será el modelo de representación hegemónico en el nuevo cine cubano, tal como comentara en su momento Alfredo Guevara:

    […] El balcón vacío no es un filme ilegal, pero sí marginal. Es la antítesis del cine conformista y vacío que encarnan viejecitas lloronas, pecadoras arrepentidas y sacerdotes mosqueteros. No lo hubiera rodado un director «sindicado» y mucho menos la industria oficial.

    […] Es curioso que en una historia española nos hayamos unido los latinoamericanos en un silencio y una tensión que fue más que el aplauso final, el mejor homenaje. Son estas obras secretas las que forjan la historia y son el panorama del cine latinoamericano, porque no debemos olvidarlo: el cine es un arte. No es con los comerciantes –productores o distribuidores– con los que se ha de establecer el diálogo verdadero, sino con los artistas, con los creadores.10

Como los propios fundadores del nuevo cine cubano se han encargado de argumentar a través de sus escritos, pero también de sus obras, el surgimiento y desarrollo de una cinematografía interesada en explorar las raíces de lo nacional, dejaron a un lado (a veces con una violencia que rayaba con lo injusto) toda esa tradición mimética que explotaba sin pudor los resortes comunicativos del teatro bufo.

El nuevo cine planteó la búsqueda de un lenguaje innovador, donde lo más apremiante era la aprehensión de una realidad histórica inédita en el proceso formativo de la nación, por lo que «la presencia española», si bien se notó en abundantes filmes de la época, casi siempre aparecía enfocada desde el plano meramente historicista, ese a través del cual se hacía un recuento de la historia insular y de las guerras de independencia que propiciaron el fracaso del sistema colonial español.

La llamada década prodigiosa del cine cubano (la de los sesenta), se caracterizó precisamente por insertar esta expresión de una manera excepcional, en todo ese proyecto colectivo que estaba promoviendo con un alcance internacional, un discurso nacionalista y legitimador de aquellas violentas rupturas que asumía respecto al pasado que recién dejaba atrás. Sin apenas tradición productiva, el nuevo cine se puso a la vanguardia de todas las expresiones artísticas, al lograr articular un discurso que ante todo hablaba de la identidad nacional como un resultado concreto e inequívoco al cual se había podido acceder a través de la épica y el sacrificio de siglos.

“La bella del Alhambra”.Quizás haya sido ese afán de «trascendencia» autoral, ese equívoco de querer sobrevolar terrenos considerados a priori menores o frívolos, lo que provocó la tardanza de casi tres décadas con que llegó a las pantallas cubanas una película como La bella del Alhambra (1989), de Enrique Pineda Barnet, una cinta que recupera para la memoria audiovisual de la Isla, con una dignidad creativa todavía no superada, esos personajes alhambrescos que durante buen tiempo corrieron el riesgo de ser barridos del patrimonio cultural cubano.

La bella del Alhambra se apoyó en Canción de Rachel, una novela testimonio del escritor Miguel Barnet, también autor de Gallego, otro texto literario que, dos años antes, había posibilitado se filmara el filme homónimo, tal vez el único de los realizados por un cineasta cubano, que ha querido mostrar en pantalla, con la mayor complejidad posible, el paso por la Isla y las vicisitudes de un emigrante español.

El nombre de Miguel Barnet ocupa uno de los lugares más destacados dentro de la narrativa cubana contemporánea. Sus novelas-testimonio se han encargado de narrar historias protagonizadas por seres que normalmente no habitan la zona más iluminada del discurso hegemónico. Son ciudadanos con una vida demasiado común, y si bien el hecho de tomar en cuenta para las tramas a estos personajes (por lo general relegados a los planos secundarios del drama nacional) es ya de por sí algo meritorio, todavía mucho más estimable deviene la acción de concederle la oportunidad de hablar por ellos mismos, en vez de servir de intérprete de sus alocuciones.

Las voces de Esteban Montejo (Biografía de un cimarrón), la anciana que fue bailarina del Teatro Alhambra (Canción de Rachel), o el Manuel Ruiz (Gallego) que Barnet reconstruye con la información acopiada en diversos archivos, han terminado por resultar auténticos frescos del paisaje cultural de la nación cubana, y ello le adjudica a esas novelas, al margen de la desigualdad del saldo, un valor literario, pero también etnográfico.

Gallego, editada en 1983, se propuso narrar la historia de Manuel Ruiz, un emigrante que a los dieciséis años decide abandonar la aldea natal en España, y embarcarse en una aventura que lo llevará a Cuba, con el sueño de regresar triunfador y adinerado. El libro está dividido en cinco grandes capítulos, titulados «La aldea», «La travesía», «La Isla», «La guerra civil» y «La vuelta».

La versión fílmica que cuatro años después dirige el realizador cubano Manuel Octavio Gómez (su último filme, además), es una coproducción del ICAIC con instituciones culturales de Galicia que subvencionaron el proyecto, como parte de las diversas actividades que en vísperas del Quinto Centenario, intentarían mostrar los frutos de la emigración gallega en América.

Se sabe que toda adaptación al cine de una obra literaria implica mutaciones en el sistema expositivo original. La novela de Barnet no solo debió ser repensada para adquirir ciudadanía fílmica, sino que paralelo a esta debió plantearse una serie televisiva, conformada por tres capítulos de una hora de duración cada uno, los cuales pasarían simultáneamente en España y Cuba. Esta información resulta interesante sobre todo para entender el porqué de las diferencias entre el Manuel literario (un hombre común, que ha conocido los rigores de la emigración sobre su cuerpo y espíritu), y el Manuel fílmico (más cercano a esos vencedores simbólicos que al final de sus vidas parecen no haber envejecido nunca, no obstante los problemas afrontados).

En un sagaz ensayo en torno a la versión fílmica, María P. Tajes ha sabido detectar las causas de ese imprevisto «maquillaje», al decirnos que:

    El cuerpo del emigrante de la novela de Barnet, afectado por numerosas enfermedades, sirve de espejo de los efectos que el proceso migratorio puede ejercer en sus protagonistas. En la versión fílmica, el cuerpo es maquillado para inscribir en él una agenda ideológica que lo convierta en artefacto cultural difusor de una nueva imagen oficial de la emigración española propuesta desde la periferia gallega. Esta se apropia del español del centro como forma de ganar autoridad y presenta a un personaje no solo inmune a las enfermedades sino fortalecido por la imagen de estrella del protagonista. La mirada apropiadora y llena de deseo de las mujeres, mostrada por la cámara por medio del plano/contraplano en el que el plano de la mirada femenina se prolonga más que el de la masculina convierte al espectador en voyeur del deseo que el cuerpo del emigrante produce y por lo tanto contribuye a una versión idealizada del mismo.11

Jorge Sanz y Francisco Rabal en una de las escenas de “Gallego”, de Manuel Octavio Gómez, 1997.No ha de pasarse por alto el hecho de que Gallego forme parte de los primeros cuatro proyectos fílmicos subvencionados por una entidad estatal en Galicia. Esto resultó causa de una polémica en aquella región de España, en tanto que, si por un lado se estaba refrendando al proyecto como la versión oficial de lo sucedido con la emigración gallega, por el otro se hizo notorio el interés de ofrecer una visión del emigrado más acorde con las expectativas generadas desde el centro, lo cual desplaza las estrategias de representación al orden simbólico, dejando atrás el realismo defendido por Barnet en su novela.

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Los noventa contribuyeron a rediseñar el modo de representación de lo español en las pantallas cubanas. Buena parte de esos cambios conceptuales fue determinada por la difícil crisis económica en la que se adentró el país con el derrumbe del antiguo campo socialista y la implantación del llamado Período Especial. Para el ICAIC, concretamente, el impacto fue sumamente negativo, al extremo que hacia mediados de la década, la producción llegaría a ser de apenas dos largometrajes en un año.

Y si bien la coproducción con España ha estado presente en el historial del cine cubano más de lo que a simple vista pudiera parecer, es cierto que en los últimos diez años este ha sido el recurso que ha permitido seguir haciendo cine, y España ha resultado una de las más recurrentes coproductoras de los diversos proyectos cinematográficos. Tal vez sea Aunque estés lejos (2003), con esa historia de múltiples espejos y falsas apariencias que ya Juan Carlos Tabío ensayó en su cortometraje Dolly Back (1987), el filme que mejor expresa los peligros de estas colaboraciones, al contarnos las preocupaciones de una productora y un guionista cubanos, que intentan preparar la película que ellos esperan les reporte el visto bueno de los productores españoles.

De hecho, estas coproducciones, aun cuando el ICAIC ha seguido propugnando un cine que no se aparte demasiado del espíritu fomentado en la ley que creara la institución en 1959, es cierto que han traído como consecuencia la imposición de determinadas condiciones, digamos laborales, como puede ser la utilización de actores o técnicos españoles que, en el mejor de los casos, poco le aportan a la obra, cuando no convierten esas intervenciones en apariciones que no hay modo de justificar dentro de la historia.

Los ejemplos son variados, y pueden ir desde la presencia de intérpretes como Amparo Muñoz en Un paraíso bajo las estrellas, 1999, de Gerardo Chijona, o Paco y Liberto Rabal en Las noches de Constantinopla, 2001, de Orlando Rojas, hasta la reciente Bailando chachachá (2005), de Manuel Herrera, en el cual Sancho Gracia (que, además de fungir como productor, ya había asumido al inmigrante protagónico de Gallego y aparece en Perfecto amor equivocado, 2004, de Chijona) interpreta a Amores –propietario del local bailable donde suelen acudir los personajes principales– y Miguel Chimeno, a Octavio, un joven enamorado de la cubana que encarna a su vez Goya Toledo. Ninguno de esos dos personajes son fundamentales dentro de la historia, pero el guionista aprovecha para mostrarlos como dos españoles residentes en Cuba con ideologías encontradas (Amores es franquista; Octavio, republicano), aunque en algún momento crucial de la trama, deciden pasar por alto esas diferencias políticas y ayudarse.

Estas apariciones puntuales de españoles en el cine cubano ponen en evidencia las nuevas condiciones de producción a las cuales se ha debido enfrentar la industria cinematográfica en Cuba en los últimos años y, en algunos casos, también es posible adivinar la repercusión que ha tenido el hecho de que España haya dejado de ser un país de emigrantes para convertirse en un país receptor, donde el fenómeno de la emigración ya ha pasado a ser uno de los principales puntos de discusión en la agenda gubernamental.

“Habana Blues”.Este es el caso de Habana Blues (2005), que aunque dirigida por el andaluz Benito Zambrano, y con el grueso del capital a cargo de la productora española, cuenta con la colaboración del ICAIC, y registra de una manera admirable lo que ahora mismo puede estar significando dentro de los sueños de muchos cubanos, la posibilidad de triunfar en España. El retrato que Zambrano (graduado en la especialidad de guión en la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños) hace de los personajes españoles presentes en la trama, se aleja de los estereotipos más al uso, y permite obtener una idea del canje cultural que en la actualidad viven España y Cuba, como parte de un proceso antiquísimo que cada vez se muestra más vivo, más animado en su complejidad.

De cualquier forma, creemos que el impacto de la emigración española en Cuba, al menos en términos cinematográficos, aún sigue siendo, en muchos sentidos, una zona que demanda mayores y mejores aproximaciones. Estamos hablando de un fenómeno que caló con inmensa profundidad en nuestras maneras colectivas de ser, y que lejos de empobrecernos con las diferencias históricas, ha terminado por revelarnos como partes de una imagen común. Me viene a la mente un hermoso ensayo de Fina García Marruz, sobre todo aquel segmento donde dice:

    […] Hemos sostenido que la teología americana de la liberación, que tiene fuentes teóricas en la teología europea, es la última manifestación del modernismo. El 98 fue un año importantísimo para entender este nexo. Fue el año de la pérdida de la última de las colonias, el fin del imperialismo español y el comienzo del imperialismo económico americano. Fue cuando los pensadores españoles empezaron a interiorizar, a repensar, su propia historia, a redescubrir su propio paisaje. De su influjo va a arrancar la poesía moderna española. Y ya la guerra civil iría a ser el reencuentro de España y América. Martí en el Manifiesto de Montecristi diría: «Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y españoles la terminaremos». En la guerra hispano-americana fueron vencidos los dos. En la Guerra Civil Española, se sumarían por miles los americanos y cubanos que fueron a morir junto a los españoles por lo que Martí llamó «la república moral».12

Si como ha escrito Carlos Fuentes, «el exilio es otra nación», al cine cubano le queda por explorar una nación sumergida en medio de la Cuba más secreta, una nación donde esos españoles sin España que la Zambrano nombró con precisión poética, aún espera ser descubierta. Cientos de historias protagonizadas por personajes tan entrañables como el que en su momento construyera Miguel Barnet en Gallego, aguardan por el cineasta cubano que sea capaz de percibir en ese inventario de nostalgias e ilusiones que siempre implica la convivencia en un contexto ajeno, el aporte a estas alturas imprescindible a la cultura insular.

 1 Publicado en The Manufacturer (Filadelfia) el 16 de marzo de 1889, y reproducido en The Evening Post (Nueva York) el 3 de abril de 1889.
 
2 Citado por Raúl Rodríguez en El cine silente en Cuba, La Habana, Letras Cubanas, 1992, p. 29.
 
3 Tomás de la Ribera, «Un cine convertido en campo de Agramante», en Anuario Cinematográfico y Radial cubano, año 1946-1947, p. 92. Citado por Arturo Agramonte y Luciano Castillo en el artículo «Enrique Díaz Quesada: el padre de la cinematografía cubana», en Coordenadas del cine cubano, Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2001, p. 21.

4 Laura Podalsky, «Guajiras, mulatas y puros cubanos: identidades nacionales en el cine pre-revolucionario», en Archivos de la Filmoteca, no. 31, febrero de 1999, p. 157.
 
5 Manuel Villabella, «El gallego del Alhambra», en Juventud Rebelde, 24 de mayo de 1990, p. 8.

6 Laura Podalsky, ob. cit., pp. 159-160.
 
7 Francisco Ichaso, Radio Cine: «Sucedió en La Habana», en Diario de la Marina, 7 de julio de 1938, p. 6.
 
8 Guía Cinematográfica 1957-1958.

9 Citado por Alicia Alted Vigil, «El balcón vacío o la confluencia entre escritura fílmica y escritura histórica», en Archivos de la Filmoteca no. 33, octubre, 1999.

10 Alfredo Guevara, «Sestri-Levante, un permanente descubrimiento, una fuente, un territorio de sorpresas», en Tiempo de fundación, Madrid, Iberautor Promociones Culturales, 2003, p. 118.

11 María P. Tajes, El maquillaje de la emigración. Gallego, de Miguel Barnet y su versión fílmica.

12 Fina García Marruz, La familia de Orígenes, La Habana, Ediciones Unión, 1997, p. 81.

 

Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. HISTORIA Y CINE
3. PATRIMONO CINEMATOGRÁFICO

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