FICHA ANALÍTICA

Violencia y funcionalidad política en Lucía
Noa Romero, Pedro Rafael (1956 - )

Título: Violencia y funcionalidad política en Lucía

Autor(es): Pedro Rafael Noa Romero

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 12

Año de publicación: 2008

Lucía siempre me ha parecido un filme violento. En toda su extensión textual, la violencia genérica toma distintas formas, tanto dentro de la diégesis como relacionadas con el contexto. Sin embargo, esa arista no creo que haya sido abundantemente estudiada. Me refiero a analizar este tipo de violencia y sus manifestaciones como parte de su poética y su funcionalidad comunicativa, mesurable a través de su efectividad, entendido este concepto como el impacto de un texto dado, a partir del nivel de emotividad de sus mensajes y, desde el punto de vista estético –según el criterio de Umberto Eco–, analizado a través de la dialéctica entre orden y novedad, es decir entre esquema e innovación.1

La historia de tres mujeres homónimas (no producidas dentro del concepto de «las grandes matriarcas») colocadas en tres momentos diferentes de la historia de la nación cubana (1895, 1932, 196…) como víctimas de los procesos violentos que se produjeron dentro de los períodos seleccionados, no era casual. El filme era parte de una estrategia que desde lo comunicativo, y dentro de la conmemoración por los Cien años de lucha por la independencia, debían continuar la labor de reescribir la Historia desde las nuevas perspectivas de poder político e ideológico y, específicamente –para las obras producidas con vistas a su estreno ese año–, contribuir a la necesidad político-ideológica de que se entendiera el proceso revolucionario iniciado en 1959 como una continuidad de las luchas por la independencia del pueblo cubano, y no como una ruptura de un proceso político por medio de la lucha armada.

La violencia como un mecanismo transformador, como un ente activo en los cambios de la sociedad, en esos momentos no era exclusiva del pensamiento político cubano, sino fruto del descubrimiento de uno de los factores que habían permitido la transformación de su identidad nacional. La utilización de la violencia se había convertido en un concepto unido a todo el movimiento internacional de lucha, que estaba transformando el mundo colonial y el neocolonial, reunidos bajo la denominación de Tercer Mundo y subdesarrollados, y que habían apelado a la «violencia revolucionaria» como una forma de violencia política que se enfrentaba no solo teóricamente, sino también de forma práctica y muchas veces como oponencia bélica a la «violencia reaccionaria»2 esgrimida por los países hegemónicos.

La violencia genérica de Lucía en sus diferentes manifestaciones debía cumplir la finalidad de que el público siempre la interpretara como parte de esa «violencia revolucionaria», considerada como necesaria para la transformación de la identidad nacional a través de un proceso lleno de contradicciones y sacrificios. Para cumplir este objetivo comunicativo, el filme apeló a un grupo de estrategias de representación que le permitieron insertar la violencia no solo como parte integrante de la diégesis, sino también a través del diseño de sus protagonistas como «mujeres transparentes», víctimas de la violencia contextual.

El concepto de mujer transparente utilizado en este análisis lo he tomado de Marvin D’Lugo, quien en su estudio sobre varios filmes cubanos definió esta cualidad de transparencia como «la motivación textual del público para leer el discurso de la nación a través de los personajes femeninos».3 Esta incitación comunicativa se basa en la creación de un personaje con una existencia real dentro de la diégesis, que la coloca en el plano de la alegoría. La mujer «transparente», por tanto, se convierte en un «sitio» en que el público puede participar metafóricamente en el proceso de autorrealización de la nación revolucionaria.

Nuestro análisis de la violencia genérica y sus manifestaciones dentro de Lucía tiene como objetivo mostrar la utilización de esta como un recurso discursivo que, amparado por un alto grado estético, cumplió y aún cumple la funcionalidad ideopolítica de anclar el texto fílmico en la «situacionalidad» en que fue producido con una alta efectividad, por medio del uso de sus caracteres protagónicos como alegorías que debían permitir al público-meta, entender el devenir de los cambios de identidad social y política de la nación cubana como un flujo natural.

«Lucía 1895»

Para poder analizar la violencia genérica en la primera de las historias, debemos partir del diseño creado para su protagonista. Lucía está producida entre varias tensiones: vive en una ciudad de provincia (Trinidad) dentro de una familia de rancia sacarocracia, muy religiosa, en un período de guerra, y ella es una mujer madura con grandes posibilidades de quedarse solterona. Su imagen metafórica puede ser leída como la Cuba de finales de siglo, madura, óptima para cambiar su estatus civil/ideológico/político. Este perfil es el que mejor determina por qué ella (en su doble condición de personaje dramático y de alegoría) puede convertirse sin muchas dificultades en una trasgresora; sin embargo, Lucía nos es presentada dentro de la más conservadora imagen, tanto en el sentido ideológico como del lenguaje cinematográfico, aunque sabremos muy pronto que parte de esta imagen tiene mucho de simulación, pues detrás de sus actividades está su participación en la gesta libertaria, lo cual, por supuesto, es presentado como cosa de hombres.

La irrupción explícita de la violencia se produce por medio de las consecuencias de la guerra: los muertos y los heridos de un destacamento español que irrumpe en las calles desiertas, otrora animadas con la ida de las familias a la iglesia. El espectáculo de horror, esperpéntico en su presentación, se carga mucho más de violencia cuando se desata una mujer demoníaca que empieza a vociferar mientras recorre, tienta y, de algún modo, profana los cadáveres y los mutilados. Su algazara llama la atención de las mujeres reunidas en casa de Lucía, y de este modo se produce el primer contacto de los personajes protagónicos con la violencia. Encuentro que ocurre de manera externa, pues su papel de narradoras las coloca en un espacio seguro (el doméstico) frente a uno inseguro (las calles). No obstante, no es de la furia de la guerra sobre la cual van a hablar las mujeres, sino de la historia de La Fernandina, nombre del personaje desatado con la presencia de las tropas zaheridas.

La historia de La Fernandina a través de una secuencia que se regodea en lo morboso y lo horroroso de la violación, como manifestación de la violencia sobre las mujeres, es el primer momento en que lo violento alcanza rango de poética dentro del filme, pues todos los recursos expresivos se ponen en función de trasmitir el horror del hecho como un espectáculo que circunda lo sadomasoquista. La violencia física de la violación se convierte en psicológica para las muchachas reunidas alrededor de Lucía, y especialmente para ella, y de esa forma penetra el espacio seguro de la mansión como una amenaza doble genérica en tanto peligro físico y moral; por tal motivo, la secuencia cierra magistralmente con todas las mujeres rezando como exorcismo por lo que han vivido mentalmente.

Es así como comienza la funcionalidad política de Lucía utilizando para este fin la violencia como espectáculo y al personaje femenino como una «mujer transparente», algo que alcanza mayor relevancia en la escena climática de la batalla entre españoles y cubanos en «El Cafetal». En ella, la violencia logra su mejor puesta en escena; pero Lucía se convierte en absolutamente invisible, ya que es el momento de la gran representación de esa «guerra de hombres» que se ha venido anunciando desde el inicio y cuya representación se independiza de la mediación del personaje protagónico (al contrario de la escena de la violación de las monjas). Lucía, inmersa en la diégesis, no funciona ahora como narrador omnisciente del hecho, sino como agente causal de este, e increíblemente no se convierte en víctima, pues solo es testigo de los estragos producidos por «la ceguera de su amor», para decirlo en el mismo lenguaje melodramático que anima este fragmento del filme.

Aquí, es obvio, no se necesitaba la mediación de la mirada femenina. El espectáculo de la violencia, extendido y regodeado en su furia obscena con la cabalgata de los negros mambises desnudos, rendía el homenaje a la situacionalidad del episodio y era necesario que trasmitiera toda la bravura y lo sangriento del precio por obtener la independencia. El personaje de Lucía era necesario, y así fue empleado, para aportar esa participación de hermana/madre/amante herida, mancillada. Su entrada al campo de batalla es para trasmitir la compasión, el desgarramiento por su hermano muerto en batalla, debido a su debilidad, que después devendrá en rabia contra su amante.

La secuencia final, donde el exceso como estética se une a la violencia de la puesta en escena en la comunión del espectáculo del carnaval de Día de Reyes, introduce la música de los tambores africanos, para hacer sentir más exuberante, desesperante y agresiva la puesta en escena visual. El final es un castigo a su condición trasgresora, por eso su destino se une al de La Fernandina en la locura. Como lectura simbólica, la metáfora de la mujer-nación debe trasmitir también la desesperanza, el hundimiento, el final de una época y de las posibilidades de una clase social que no pudo aprovechar su momento histórico.

«Lucía 1932»

“Lucía 1932”.Lo primero que llama la atención en la segunda Lucía es la utilización de una actriz muy joven para representarla. Ella funciona en la metáfora mujer-nación como la joven Cuba republicana, nacida en el seno de una madre pro norteamericana. Su tendencia a la trasgresión no está motivada por estar al límite de sus posibilidades, por la inminencia de su decadencia, como ocurriría en la Lucía anterior, sino a partir de un complejo absolutamente psicoanalítico que la construye como una personalidad dividida y que sería explicable por medio de lo que Lacan llamó «la fase del espejo», espacio simbólico cultural donde se construyen las identidades masculinas y femeninas.

El conflicto inicial de Lucía surge a través de la negación, pues rechaza la identidad que le quiere inculcar su madre. Esta disyuntiva es resuelta por medio, precisamente, de un espejo, donde la madre construye una imagen que la joven ve con desagrado y que se le quiere imponer a través del acto del peinado, mientras trata de destruir en ella la representación que tiene de su padre ausente, pero sin dudas idealizado (léase en los juegos simbólicos como los ideales perdidos con la Guerra de Independencia por la intervención norteamericana).

La búsqueda de Aldo, la curiosidad por saber quién es el hombre que han traído en la noche al cayo, se explica por la necesidad de encontrar una figura masculina que le restablezca el equilibrio y le restituya esa imagen idealizada de lo masculino, que de hecho la encuentra, pues el personaje se construye con toda una pureza muy efectiva para los ideales que simboliza: es inocente, honesto, desinteresado y hasta virgen… en fin, un santo.4

El sentido de lo idílico, de lo construido como soñado o pensado, de lo subjetivo, de lo imaginario, preside también el espíritu narrativo de este episodio dentro de Lucía, pues desde el inicio asistimos a su historia y relación con Aldo desde su posición de narradora autodiegética, y por ende, la lectura que vamos a hacer de la Historia a través de esta «mujer transparente» se tiñe de la opacidad del recuerdo.

La primera manifestación violenta en este episodio será de carácter doméstico y precisamente con su madre, por defender la imagen de su padre, de alguna forma ya avalada por la figura de Aldo. Esa discusión muestra una nueva Lucía dispuesta en el plano simbólico a romper, por lo pronto, con los principios ideológicos de su imagen en el espejo. Este es el primer punto en la búsqueda de una efectividad política a través de ese texto, pues significa no solo un cambio de ideología, sino también una renuncia de su posición de clase social. Es en este momento que la inicial imagen visual sobria con que se nos presentó Lucía (vestida de negro en un taller de despalillo de tabaco) se nos hace explícita en su significación: se ha transformado en una obrera, la clase social más revolucionaria.

La producción discursiva del personaje se centra, a partir de ese momento, en el concepto del sacrificio, con lo cual toda la carga de violencia psíquica que tiene la renuncia a su clase social, su familia (incluido su padre amado) queda silenciada.

La frase enunciada por el personaje protagónico cuando decide cometer su trasgresión: «seguirlo a su mundo», define perfectamente su nuevo papel de subordinación, pues la propuesta no fue unirse para construir un nuevo mundo, sino asumir, asimilarse al que él había decidido. La efectividad política de la segunda Lucía está en mostrar un prototipo de mujer que comparta el espacio público con el Hombre; pero como forma de ayudarlo, que reúna la paciencia de esperarlo y tener la voluntad de sufrir la violencia psíquica de la posibilidad del no regreso con vida, consciente de que él está haciendo lo correcto, pues su causa trasciende el estrecho marco de lo familiar para proyectarse hacia lo universal.

La estrategia discursiva empleada para construir esta vez la alegoría de la mujer-nación dedicada por primera vez a luchar por alcanzar un ideal puro, soberano, que la haga feliz a través del concepto político de la independencia verdadera, asume dos vías: una moral y una ideopolítica. La primera, utiliza como recurso modélico la comparación, pues esta Lucía, al igual que la de 1895, pero con objetivos diferentes, se reafirma a través del contrapunteo con otras mujeres colocadas en la diégesis directa o indirectamente vinculada con ella. La segunda vía, se manifiesta en las acciones asumidas desde su nueva posición de clase para conseguir un cambio en las estructuras de poder. En ella se inscribe la lucha revolucionaria manifestada a través de los atentados perpetrados por Aldo y su grupo armado, o la huelga que protagoniza Lucía junto a las compañeras de la fábrica de despalillo.

Las estrategias de representación para ambos acontecimientos son diferentes. La primera resemantiza la transtextualidad alusiva a los filmes de gangsters de la década del treinta y se apropia de la estética de la violencia en estos filmes, para transfigurar el romanticismo del héroe de los filmes norteamericanos en uno diferente que lucha por otras causas verdaderamente nobles: el luchador clandestino urbano, el guerrillero, siempre en masculino.

La huelga, en su puesta en escena de la violencia, se apropia de la ligereza del montaje rítmico y de la furia de la cámara en mano, que hace partícipes al espectador de toda la bestialidad de la represión, especialmente porque focaliza a las mujeres como víctimas de ella. La incitación a la lectura de esta violencia como necesaria pasa también por un plano afectivo, donde lo masculino vuelve a ser ente activo y lo femenino objeto-pretexto para trasmitir lo injusto e intolerable de la situación.

Así termina la única secuencia en que Lucía es protagonista de la Historia con mayúsculas. Su conversión en sujeto es parcial y pragmática, ya que aparece como ente activo solo porque el entorno masculino se lo exige. Ella funciona, en su condición de transparente, como la posibilidad de entender la nación entera en rebelión. Pero una vez que el discurso ideopolítico necesita representar la frustración de los ideales, el personaje se transforma, cambia e increíblemente no muestra ninguna decepción porque fracasaron sus esperanzas. Su papel se subordina nuevamente al destino de él, Lucía se transforma en una sombra, metáfora que funciona en su doble significación de refugio y de reflejo, no corpóreo, de la presencia del sujeto que la produce. No por casualidad en el momento en que comienza la desilusión de Aldo, Lucía le anuncia que está embarazada. La preñez no es atadura para Aldo, ni acicate para construir una nueva vida, su masculinidad, reflejada en su idealismo, ha sido mancillada, por lo tanto, solo con la ametralladora en las manos, podrá volver a sentirse realizado; pero solamente le queda el holocausto, morir luchando como la mejor forma de trascendencia. La nación necesita esta nueva imagen simbólica: el mártir de la lucha revolucionaria, y Lucía queda como la construcción de un nuevo modelo de alta eficiencia política: «la mujer del mártir».

La conclusión a partir de este momento, puede ser leída, como ocurrió en el primer cuento, como el castigo a la trasgresión; pero esta Lucía no enloquece, se aísla, se atrinchera en su soledad, no acepta compasión, ni recibe mucha tampoco. Su condición de madre en ciernes funciona en dos sentidos, primero, logra la unicidad como ser que el personaje está buscando desde el inicio de la historia, y segundo, crea un vínculo con el futuro, pues lleva en su vientre el fruto redentor. Por eso termina en ese plano que nos interpela, que después de un momento de debilidad, se recompone y nos brinda su mirada inquisidora, mezcla de dolor y firmeza.

«Lucía 196…»

“Lucía 196...”El tercer cuento se ancla en la contemporaneidad del texto fílmico como un espacio cronológico indefinido, o mejor, como algo en proceso, aunque muy pronto la propia diégesis se encargará de cerrar esta aparente apertura con la inclusión de un hecho histórico real: la Campaña de Alfabetización ocurrida en 1961.

La tercera Lucía como metáfora, parte de una condicionante previa que se espera de su interpretante: sus condiciones contextuales son favorables para ella. El anclaje en los años sesenta la ubica en un contexto que presupone a la Revolución como agente cambiante en sentido positivo para toda la sociedad, y dentro de ella, la mujer, una de las beneficiarias principales del proceso. Esto la diferencia de las dos Lucías anteriores.

Desde su tipología semántica, la tercera Lucía rompe con la imagen de mujer blanca que habían tenido las otras dos. Ella es mestiza y su belleza rompe el canon para mostrarse a través de su rudeza, de su primitivismo. Por lo tanto, la incitación textual es reconocer a Lucía como la nación en pleno proceso revolucionario, una imagen que combina la soledad con la rudeza y la maleabilidad de lo rural como elemento genésico sobre el cual se puede erigir una nueva forma de desarrollo, como un nuevo punto de partida.

En «Lucía 196…», la funcionalidad política del texto mediante el uso de la violencia genérica cambia, pues si en las dos partes anteriores esta debía ser efectiva como una solución ética, necesaria y única vía para enfrentarse a la violencia reaccionaria política por medio de acciones físicas, ahora debe concentrarse en el plano ideológico, asociado al machismo.

En esta Lucía, la violencia política no funciona entonces en la necesidad de transformar la macroestructura para que funcione la nación, sino que se desplaza a la microestructura, representada por la familia, por lo tanto su presencia mayor estará en el espacio privado no en el público, y utiliza la brutalidad de la violencia sobre la mujer para conseguir una lectura positiva desde lo ideopolítico.

El tema del machismo se convierte en el equivalente de la violencia reaccionaria, y el derecho de la mujer a participar en el espacio público, su incorporación a la vida social, se connota entonces como lo revolucionario. Sin embargo, la posición de marido superceloso que muestra Tomás después que se «junta» con Lucía y que lo llevan a aislarla de su comunidad – equivalente de la sociedad–, el peso psicológico de la brutalidad y la fuerza que ejerce para lograr sus objetivos como macho, es empleado por los realizadores para que interpreten a Tomás como un ente negativo en lo ideopolítico.

La relación entre el espacio doméstico y el exterior también cambia su sentido sémico en relación con los dos episodios anteriores, pues la casa de Tomás no es un espacio seguro para la protagonista, sino un locus a través del cual se focaliza a Lucía en su resistencia pasiva frente al destino a que ha sido sometida con su consentimiento, mientras ella constantemente quiere tener contacto con el exterior (espacio público), que, a pesar de todos los esfuerzos de Tomás, irrumpe para «descubrirle» la verdad y rebelarla. El primer agente transformador de esa paz/resignación en la que «permanece» Lucía y que no está en pugna con el amor que siente por Tomás, es la llegada del maestro alfabetizador, al cual su esposo deja entrar en la casa más por miedo a desentonar en el ambiente político que por el convencimiento de su necesidad para el bienestar de Lucía.

Desde este momento la tensión de la violencia genérica va in crescendo, pues la vigilancia celosa de Tomás sobre Lucía y el joven alfabetizador es interrumpida en ocasiones por la posibilidad de explosión de la violencia física, consecuencia de la violencia psíquica bajo la cual ella recibe las clases. La violencia física tiene un primer momento cuando el esposo se entera de la visita de una mujer sin su consentimiento, y arriba a su clímax después que el alfabetizador ha incitado a la joven a liberarse del yugo de Tomás. La explosión al fin deviene entre el maestro y el esposo, y Lucía escapa de la casa dejando a Tomás su primer mensaje escrito con su puño y letra, con lo cual se completa su función de alegoría: solo la educación puede hacer libre a la mujer-nación.

Sin embargo, el filme va más allá en su búsqueda de la funcionalidad política de este fragmento, y nos muestra la posibilidad de una reconciliación entre Lucía y Tomás. Las dos secuencias dedicadas al posible reencuentro de los amantes permiten comprender mejor cómo la violencia genérica ha sido utilizada como un medio y no como un fin en el texto fílmico, pues las estrategias narrativas empleadas en su puesta en escena, donde desempeñan un papel fundamental recursos tomados de la comedia en la primera, y el empleo de la música: una versión instrumental con tono contemporáneo alegre de La Guantanamera al final de la segunda, diluyen la fuerza de lo que estamos viendo y queda, como conclusión de la película, un tono ambiguo donde el aire festivo que se siente en la música, opaca la violencia con la que Tomás está tratando a Lucía. El público debe recibir un mensaje optimista: la nación ha dado pasos seguros hacia su desarrollo, educación mediante, a pesar de estar consciente de que es un proceso de enfrentamiento que apenas comienza, y en el cual pueden participar todos, siempre que no implique una pérdida de la soberanía.

1 Umberto Eco, «Innovación y repetición», en Tolerancia, no. 3, México DF, s. f., p. 12.

2 Sobre la relación entre los conceptos políticos manejados en esa época y la cultura y el arte, recomiendo consultar «Responsabilidad del intelectual ante los problemas del mundo subdesarrollado», en Casa de las Américas no. 47, marzo-abril de 1968, pp. 102-105.

3 Marvin D’Lugo reconoce la existencia de la «transparencia» en el tratamiento de las protagonistas femeninas de los filmes cubanos a partir, justamente, de Lucía. (Marvin D’Lugo, «“Transparente Women”: Gender and Nation in Cuban Cinema», en Michael T Martin, ed., The New Latin American Cinema, vol. 2, Detroit, Studies of National Cinema. Waynes State University Press, 1997.)

4 John Mraz destaca en el juego de miradas entre Aldo y Lucía cuando comienzan a relacionarse, la aparición de él dentro del cuadro con una especie de «halo», fabricado por una goma de camión que se encuentra en la pared del fondo. (John Mraz, «Visual Style and Historical Portrayal», en Jump Cut no. 19, 1978, p. 21.



 



Descriptor(es)
1. LUCIA, 1968

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital12/cap10.htm