FICHA ANALÍTICA

Los guionistas estamos de moda
Ramos, Patricia (1975 - )

Título: Los guionistas estamos de moda

Autor(es): Patricia Ramos

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 9

Año de publicación: 2008

Los guionistas estamos de moda. Enhorabuena. Por suerte, y gracias a unos nutricios escándalos suscitados en los últimos tiempos, hemos tenido una primera plana como nunca antes. A pesar de lo efímero que pudiera resultar esta situación –grandes holocaustos o atrocidades que un día están en la boca de todos, a la mañana siguiente son asunto del pasado–, creo que este movimiento es un buen punto a favor de los escritores de cine. Que la protesta por tantas injusticias, por tanto silencio, por tanta ausencia de reconocimiento no esté circulando por los pasillos sino que esta vez adquiera envergadura mediática, es un paso muy importante.

El puntillazo de tanto recelo acumulado por años que ya van siendo décadas –este negocio del cine cada vez se hace más añejo–, lo dio la disputa Arriaga-Iñárritu. Mexicanos los dos: escritor el primero, director el segundo, responsables de un primer éxito, la cinta Amores perros, que trascendió las puertas del patio, se enfrentaron, uno y otro, con diferentes razones para tratar de aclarar la autoría sobre sus películas. Según relatan las crónicas, Arriaga se cansó de tanto menoscabo a su autoría, y criticó muy severamente que Iñárritu se declarara, como tantas veces suele suceder, el «dueño» de su filme –dueño de un filme que en realidad pertenece a los dos– y se refiriera a la película como suya. La tan controversial frase que generalmente encabeza los créditos «Una película de…» se convertía en «mi película». Y estamos hablando de filmes de excelente calidad y masiva audiencia. La trilogía de estos autores, Amores perros, 21 gramos y Babel, constituye un suceso cinematográfico que muchos envidiarían y desearían como crédito. La discordia, que terminó en ruptura aparentemente definitiva de este dueto creativo, puso de nuevo en el tapiz la auténtica valía de la escritura para cine. ¿Somos o no somos –los guionistas– los autores de la obra fílmica? ¿De quién es la película? ¿Del que la dirige, del que la escribe, del que la produce? ¿De todos los que colaboran?

Arriaga defendió, además, a capa y espada, la idea de que no somos guionistas, puesto que no escribimos «guías» sino historias que necesitan un riguroso nivel narrativo para que sean factibles. Según el mexicano, somos «escritores de cine», aun cuando la letra impresa –digo yo– no nos logre validar, y aun cuando este, el del guión, sea un paso intermedio hacia la película.

En otro contexto y para no perder la moda y las primeras planas, en Hollywood, los guionistas han convocado a una huelga iniciada oficialmente el pasado noviembre, y que luego de tres meses no da respuesta precisa al no lograr acuerdos con los productores. La huelga ha contado con el apoyo de los sindicatos de actores y directores, más la aprobación internacional, pero aún están por determinar sus reales frutos. El sindicato de los guionistas de la más grande industria de Occidente, con más de doce mil afiliados, ha exigido mayores dividendos sobre las ventas de los DVD de las series de televisión y películas, y también por los programas que se ofrecen en todas las nuevas plataformas tecnológicas, entre ellas y por supuesto, teléfonos celulares, Internet, etc. Reclaman, por ejemplo, 4 centavos más sobre los ingresos actuales de los DVD, lo cual significa que en vez de recibir 7 centavos por cada DVD vendido, llegarían a ganar 11, y los productores lo consideran bochornoso… Trágica paradoja, ¿no será más bochornoso negarse ante los reclamos de los creadores? Y aquí estamos ante otra arista del problema, los guionistas demandan más porque sienten que en el gran pastel de las ganancias económicas no son retribuidos como merecen; en cambio, los productores, ¿qué rareza?, no tienen la misma opinión. Lo cierto es que sin guionista o escritor de cine, no hay historia; y sin historia, no se echa a andar el gran andamiaje de la industria y, en consecuencia, no hay beneficios ni dividendos. En el inevitable glamour de las estrellas, publicidad y premios, se pierde de vista que si no hubiera sido por el escritor que, sentado en un rincón, escribió un buen pedazo de historia, ningún sueño podría ser realizado.
Y nos preguntamos. Al fin y al cabo: ¿Es el guión un género? ¿Pertenecemos a alguna rama de la literatura aún por definir? ¿Por qué el guión, a pesar de que hoy día tiene a su haber un montón de manuales que lo respaldan –aunque a veces en vez de respaldarlo, lo abaratan–, no tiene el suficiente reconocimiento? ¿Es válido autonombrarnos escritores? Una espada de Damocles pesa sobre nuestros hombros, o los hombros de los que definen términos. La respuesta no es unánime todavía…

Creo que esto obedece a varias razones. El guión es, en principio, una obra escrita «inválida». Lo que escribimos tiene un fin que no termina en su escritura, sino en la puesta en escena. Es un texto mutable y mutante, que deberá ser leído por un número preciso de productores, técnicos y actores, y que una vez que se termina de filmar, usualmente se le tira a la basura. No se precisa lenguaje literario, pero escribir guiones, es un acto de creación incuestionable. Por qué lo cuestionamos… porque la escritura audiovisual, lo que algunos han definido fácilmente como escribir en imágenes, es una hijita bastarda de la literatura. El qué estamos contando se precia, pero el cómo es absolutamente prescindible. El cómo es la obra audiovisual, el resultado en pantalla. Incluso, en todos los manuales de guión siempre el texto que se analiza es el que se transcribió una vez filmada la película. Nunca el verdadero guión que le dio vida. Solo en los últimos tiempos, en una especie de emoción casi arqueológica, podemos encontrar libros donde a manera de making off escrito, se muestran el guión original, apuntes, story board, fotos y demás, en una especie de compendio aclarador de un proceso.

En los avatares de principios de siglo y principios de cine, justamente el empujón inicial a la validación del guión como obra independiente, y poseedora de derechos por sí misma, lo aporta una obra literaria. A nadie le queda duda sobre la autoría cuando se trata de literatura. La letra impresa, la personalidad del escritor, la imprenta, desde hace ya bastante tiempo atrás, confirma de modo inequívoco a su autor. El autor de literatura es público, impreso, contrario al guionista que necesita de otro formato, dígase cine, para existir. Pues a raíz de la película Ben Hur, que la empresa Kalem había producido en 1907, se produjo un proceso judicial que duró años. El guión, de Gene Gauntier, estaba basado en la novela de Lewis Wallace. No se había pedido ninguna autorización y los herederos, reclamaron lo que consideraban un justo derecho. En este pleito ganaron los herederos que fueron amortizados con veinticinco mil dólares, y es a partir de ese momento (1912) y por el cine norteamericano, que la ley sobre derechos de autor fue enmendada. Los productores serían obligados a registrar los guiones, y durante el período del cine mudo (1911-1929) se legalizaron más de veinticinco mil obras audiovisuales.1
Una obra literaria, cuya autoría no tenía discusión, provocó que el guión, a pesar de no tener el lenguaje de la literatura ni sus pretensiones dramatúrgicas, al menos en sus comienzos, fuera considerado por vez primera, obra diferente, aunque de un «género» aún por determinar, y por lo tanto, obra creativa, portadora de todos los derechos.

Este suceso legal abrió las posibilidades de que el guión se registrara como obra independiente, y lo que empezó siendo una discusión sobre derechos de adaptación de una obra literaria, terminó extendiéndose a cualquier escritura audiovisual, fuera inspirada en una obra anterior o tuviera carácter original.

De este modo, la industria norteamericana, desde sus inicios, acudió a obras de la literatura como fuente de inspiración para sus guiones; tanto es así, que desde que se instituyeron los Oscar en 1929, primer evento a nivel mundial que se dedicó a premiar cine, en el acápite de guiones se establecieron las categorías de guión original y adaptación.2

Otra de las razones por las que el guionismo sufre la falta de reconocimiento, es la ausencia de materiales que ilustren o historien su desarrollo a través de este tiempo cinematográfico, que empezó hace más de cien años. A pesar de que cada vez es más frecuente hallar bibliografía sobre el tema, generalmente se obvia hablar de guionismo en los primeros treinta años del cine. Es tal la avalancha técnica que llegó a este medio en sus comienzos, que pocos estudiosos se detienen en incluir el guión como parte del proceso. Por la maldición otra vez de la letra escrita, del texto inválido… Puede ser.

Pero quizás también se deba a que no siempre se considera que lo filmado corresponde invariablemente a una escritura, sea impresa sobre papel o no, sea registrada o no. Lo cual quiere decir que desde que se coloca una cámara, cualquiera que sea lo que se esté retratando, podemos hablar de «escritura cinematográfica». Bien porque haya un guión o idea preconcebida, o que, por el contrario, esto obedezca a la «pura» espontaneidad, una vez que decidimos retratar algo, estamos realizando una elección. Y elegir, en este caso, equivale a privilegiar un fragmento de la realidad por sobre otro. En este sencillo acto, en esta elección, ya existe la escritura cinematográfica.
En consecuencia, no se puede hablar de escritura audiovisual sin hablar de los continuos eventos técnicos que, paso a paso, lograron tecnologizar el cine y liberarlo de los paradigmas del teatro occidental. Desde su surgimiento, el cine ha luchado por encontrar su propia escritura. En los mismísimos comienzos, podríamos situar la importancia del montaje como medio de «escritura» cinematográfica. Los primeros treinta años del cine fueron, sobre todo, años de constante búsqueda creativa. Un nuevo lenguaje se estaba conformando. Un lenguaje, heredero directo del teatro y de la fotografía.

Román Gubern hace un interesante análisis sobre los inicios del cine y deja claro que ciertos elementos, supuestamente cinematográficos, se deben a la influencia del teatro occidental. Por eso, la recurrencia a los planos generales donde toda la acción se desarrolla de principio a fin con una cámara inmóvil, situada en el punto de vista y en eje perpendicular al decorado, como si fuera la visión de un espectador de platea. Entonces, también es explicable que en los inicios se hayan evitado los exteriores y favorecido los decorados de interiores, así como que comienzos y finales de escenas fueran marcados por entradas y salidas de los personajes.3

Cuando el cine se independizó del largo plano general estático y fraccionó en planos esta nueva realidad ficticia que creaba ante sí, iba camino seguro a crear su propia estética y escritura. Desde el comienzo, técnicas como el montaje paralelo o el primer plano, en principio valoradas como sumamente experimentales, fueron las primeras herramientas con las que contó el cine para empezar a narrar, de manera singular, su propia historia.

Lo cierto es que esta primera etapa, donde no había demasiada especialización y todos hacían de todo, terminó cuando irrumpió el sonido en el cine. Si se escribían textos, que deberían decirse a toda voz, y ya no habría más intertítulos, era urgente conseguir escritores. Al menos, así sucedió en la industria norteamericana.

Con la llegada del sonido, a fines de la década de 1920, comenzó una nueva etapa. Se necesitaban escritores, puesto que por vez primera el diálogo irrumpía en la gran pantalla. Y esta responsabilidad no la debían tener los usuales libretistas. Era preciso contratar «profesionales». Pero además, el sonido trajo como consecuencia un cambio sustancial a la hora de dar las informaciones. Un simple texto podía informar sin necesidad de ilustrar visualmente. Visualidad y oralidad comenzaron un largo camino de concesiones, y a los guionistas les tocó hacerse cargo. De hecho, el cine sonoro limitó, en cierta medida, la libertad del montaje respecto al cine silente, puesto que el diálogo, o las informaciones textuales, dígase voz en off, por ejemplo, necesariamente encadenan un plano tras otro. Con el cine sonoro, imágenes y textos comienzan un «matrimonio» casi imposible de separar. En este sentido, queda al guionista la responsabilidad del montaje desde la escritura misma.4

Sobre la importancia de la entrada de los escritores profesionales a la industria norteamericana, John Brady hace un interesante comentario en su libro The Craft of the Screenwriter:

Los escritores llegaron a Hollywood en la década de 1930 procedentes de Broadway, del mundo de la literatura y las columnas periodísticas, y en una u otra oportunidad durante aquella década, algunos de los escritores más famosos del mundo –F. Scott Fitzgerald, William Faulkner, Dorothy Parker, Nahanael West, Robert Sherwood, Ben Hecht, Charles MacArthur, Clifford Odets, Christopher Isherwood, Bertolt Brecht, Thomas Mann– aporrearon en sus máquinas guiones para la pantalla. Según S. J. Perelman, quien redactó guiones para los hermanos Marx, este trabajo «no contribuía mucho a mejorar el estilo literario propio»; era, sí, un trabajo que contribuía a mejorar mucho la propia situación financiera. En 1932, William Faulkner ganó 3 000 dólares de salarios y otros 3 000 por los derechos cinematográficos de un cuento, más de lo que había ganado en toda su vida. Cuando Scott Fitzgerald empezó a escribir para la MGM se hallaba profundamente endeudado. Antes de los 6 meses ya ganaba 1 250 dólares a la semana, y a los 18 meses había devuelto 40 000 de los que debía.5

La llegada de escritores profesionales a la industria, supuso un mayor reconocimiento para el oficio del guionista. Pero no era suficiente. En ese tiempo eran muy comunes las confusiones sobre quién había hecho qué y las listas de créditos eran interminables. Muchas veces se daba el crédito por pura formalidad, o más bien, por irrespeto al trabajo del guionista. Por ejemplo, y comenta John Brady, «Jean Renoir figuró entre los guionistas de The Southerner (El sureño), cuyo guión fue escrito por William Faulkner».6
Ante esta situación, la solución para algunos era dirigir lo que habían escrito. Hacerse más visible, si se asumía la práctica de la dirección. Este recurso, desde aquellos tiempos y aún hoy, resulta una tabla de salvación para algunos escritores de cine que buscan en la dirección no solo mayor visibilidad, sino protección para sus textos. Un afán por el reconocimiento autoral –los directores son «autores» hayan o no escrito una línea– y, al mismo tiempo, el deseo de controlar y seguir la propia historia desde que es pura letra hasta que se convierte en película.

François Truffaut.Luego, con el período de la Nueva Ola Francesa y el llamado «cine de autor», término que acuñara François Truffaut en 1954, cuando todavía era crítico de cine en la revista Cahiers du Cinema, el reconocimiento del guionista sufrió aún más. Se encumbró al director y este llegó a tener el título de propietario: una película de Fulanito de Tal, aunque el tal Fulano solo hubiera hecho la dirección y el guionista hubiera escrito la obra original y el guión. Según algunos críticos, este período, que va de 1960 a 1980, es «la época del director». Esto solo hizo enfrentar a guionistas y directores. Hacerlos entrar en una batalla campal donde los escritores se sentían, y con razón, despojados de reconocimiento.

En el panorama actual, sigue habiendo de todo un poco. Vaivenes a un lado y al otro, lo mejor es que podemos decir que el oficio del guionista, aunque mirado con recelo por autores de literatura, ya está instaurado. Guionistas del mundo han hecho sus sindicatos y luchado por leyes que los protejan, y cada vez los contratos son más precisos. En esta larga puja, el fatum de no contar con un lenguaje escrito que nos ampare, y sí con un producto audiovisual en pantalla, pesa irremediablemente sobre un justo reconocimiento. Somos, al fin y al cabo, contadores de historias; y los responsables de idearlas, escritores de cine, como acuña el mexicano Arriaga, a pesar de los pesares, los tropiezos y las autorías.

 1 Otros detalles de este importante suceso y sobre la particular participación de guionistas mujeres en Hollywood, se encuentran en Lizzie Francke, Mujeres guionistas en Hollywood, Barcelona, Laertes, 1996, p. 23.

 2 Los primeros premios Oscar daban crédito, además, hasta a los intertítulos. Esto fue en la primera edición (producciones de los años 1927 y 1928). Los ganadores de la primera edición fueron: Ben Hecht (Underworld), en guión original; Benjamin Glazer (El séptimo cielo), en adaptación; y Joseph Farnham (The Fair Co-Ed; Laugh, Clown, Laugh) en intertítulos. (Cf. Juan Antonio García Borrero, Todo sobre los Oscar, Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2006).

 3 Román Gubern, Mensajes icóni-cos de la cultura de masas, Barcelona, Lumen, 1974, pp. 68-69.

 4 Sobre este aspecto véase Karel Reisz, Técnicas del montaje cinematográfico, La Habana, Arte y Literatura, 1985, p. 52.

 5 John Brady, The Craft of the Screenwriter, Barcelona, Editorial Gedisa, 1995, p.16.

6 Ibídem, p. 18.

Descriptor(es)
1. GUION CINEMATOGRAFICO

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital09/cap01.htm