FICHA ANALÍTICA

«SUSPENSE» COMO SE ESCRIBE UNA NOVELA DE INTRIGA.
Highsmith, Patricia (1921 - 1995)

Título: «SUSPENSE» COMO SE ESCRIBE UNA NOVELA DE INTRIGA.

Autor(es): Patricia Highsmith

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 4

Mes: Octubre - Diciembre

Año de publicación: 2006


«SUSPENSE» COMO SE ESCRIBE UNA NOVELA DE INTRIGA


¿En qué consiste el germen de una idea? Probablemente en todo hay el germen de una idea: en un niño que cae sobre la acera y derrama el helado que lleva en la mano; en un señor de aspecto respetable que está en una verdulería y, furtivamente, pero como si no pudiera evitarlo, se mete una pera en el bolsillo sin pagarla; o puede estar en una breve secuencia de acción que se nos ocurre inesperadamente, sin que hayamos visto u oído nada que nos la inspire. La mayoría de mis ideas germinales pertenecen al segundo tipo. Por ejemplo, el germen del argumento de Extraños en un tren fue: dos personas acuerdan asesinar a sus enemigos mutuos, lo que les proporcionará una coartada. La idea germinal de otro libro, El cuchillo, fue menos prometedora, más difícil de desarrollar, pero la llevé metida en la cabeza, durante más de un año y me estuvo importunando hasta que encontré la forma de escribirla. Era la siguiente: dos crímenes presentan un parecido sorprendente, aunque las personas que los han cometido no se conocen. Creo que a muchos escritores no les interesaría esta idea. Es muy sencilla. Necesita que la adornen y la compliquen. En el libro que nació de ella hice que el primer crimen lo cometiera un asesino más o menos frío, y que el segundo fuera obra de un aficionado que intenta copiar al primero, porque cree que este ha quedado impune. De hecho, así habría sido si el segundo hombre no hubiese actuado chapuceramente al imitarle. Y el segundo hombre ni siquiera llega hasta el final, solo hasta cierto punto, un punto en el que el parecido es lo bastante notable como para llamar la atención de un inspector de policía.

Reconocer las ideas

Así pues, los gérmenes de los que nace la idea para un relato, pueden ser pequeños o grandes, sencillos o complejos, fragmentarios o bastante completos, quietos o móviles. Lo importante es reconocerlos cuando se presentan. Yo los reconozco gracias a cierta excitación que siento enseguida, una excitación parecida a la que produce un buen poema o una sola línea de un poema. Algunas cosas que parecen ser ideas para un argumento, no lo son; no crecen ni permanecen en la mente. Pero el mundo está lleno de ideas germinales. Es realmente imposible quedarse sin ideas, ya que estas se encuentran en todas partes.

El germen de una idea, aunque sea leve, con frecuencia trae consigo un factor importantísimo para el producto final: el ambiente. Por ejemplo, en el germen de El cuchillo (la similitud de dos crímenes) ya se cernía un ambiente sobre ella, y era un ambiente de pesimismo y derrotismo. Tanto si la hubiera enmarcado en una sociedad rica como en una pobre, con protagonistas jóvenes o viejos, la idea en sí misma es de melancolía, de desespero, de falta de recursos, porque un hombre al que no se le ocurre nada mejor que imitar a otro, en el crimen, es en esencia un hombre sin recursos. Es también un argumento para un protagonista condenado al fracaso y a la tragedia.

 El dramaturgo Edward Albee dice que se imagina a sus personajes en una situación que no es la de la obra teatral que tiene en mente, y que si consigue que se comporten de modo apropiado o normal, entonces empieza a escribir la obra.

No puedo dar ningún consejo, o no me atrevo a darlo, sobre el problema de concentrarse en los personajes o en el argumento mientras se desarrolla la idea para un relato. Yo me he concentrado en una de las dos cosas, o en ambas. Lo más frecuente, es que se me ocurra un poco de acción, sin personajes relacionados con ella, que constituirá el centro o el clímax, a veces el principio, de mi narración. Obviamente, a veces un personaje lleno de peculiaridades dará, debido precisamente a sus peculiaridades, acción inicial a la trama. En otras ocasiones, es igualmente obvio que una situación poco corriente debe llevar a otras de la misma índole —esto es, a un avance en la acción— y luego el personaje o los personajes, no son «tan importantes» para el avance del argumento. Al idear un argumento, puede permitirse que este o el personaje lleven la iniciativa y no veo motivo para considerar que uno de los dos métodos sea superior o inferior al otro.

Thomas Mann puede escribir un párrafo sólido y muy largo, en el comienzo de La muerte en Venecia, por ejemplo, pero no todo el mundo es capaz de escribir una prosa dotada de tanta fascinación intelectual como la de Mann.

Me gusta que la primera frase contenga algo que se mueva y dé impresión de acción, en vez de ser una frase como, por ejemplo, «La luz de la luna yacía quieta y líquida, sobre la pálida playa».

A continuación transcribo algunas de mis primeras frases, que con frecuencia me han dado más trabajo de lo que parece.

Extraños en un tren

El tren avanzaba impetuosamente, con ritmo furioso y entrecortado. Tenía que detenerse, cada vez con mayor frecuencia, en estaciones de poca monta, donde permanecía unos momentos esperando con impaciencia la señal para volver a embestir la pradera.

El párrafo tiene otras cinco líneas y le sigue otro de una línea que presenta al protagonista, Guy, que se siente tan impaciente como el tren: Guy desvió la mirada de la ventanilla y se retrepó en el asiento.

El siguiente párrafo tiene tres líneas y expone una situación sencilla y familiar: Guy quiere divorciarse y teme que su esposa, Miriam, se niegue a ello.

Luego volvemos a la escena en el tren con Guy, en dos párrafos de mediana extensión que describen el aspecto físico de Guy, dicen algo más sobre sus problemas, pero no fatigan el cerebro.

A pleno sol

Tom echó una mirada por encima del hombro y vio que el individuo salía del Green Cage y se dirigía hacia donde él estaba. Tom apretó el paso. No había ninguna duda de que el hombre le estaba siguiendo. Había reparado en él cinco minutos antes, cuando el otro le estaba observando desde su mesa, con expresión de no estar completamente seguro, aunque sí lo suficiente para que Tom apurase su vaso rápidamente y saliera del local.

Vienen luego cinco o seis párrafos cortos, de extensión diversa, y al final de la primera página y principio de la segunda, nos enteramos de que Tom Ripley corre peligro de ser detenido, aunque no sabemos por qué.

En la primera frase de Ese dulce mal quise crear la sensación de tensión emocional, y también de tozuda perseverancia, de una fuerza reprimida que algún día estallará. Si una persona está tan inquieta que se levanta de la cama para dar un paseo solitario, es que esta persona tiene problemas de alguna clase, y eso es una «situación».

Así pues, me parece acertado dar la sensación de movimiento, sin presentar enseguida las razones de dicho movimiento. «No había ninguna duda de que el hombre le estaba siguiendo» (A pleno sol). Esto es lo único que sabemos, no obstante, es una situación sencilla y primitiva. Pero esto lo está pensando Ripley. No sabemos si Ripley es un delincuente al que debería seguirse, si es paranoico y se lo está imaginando; pero un hombre que sigue a otro, o un hombre que cree que le están siguiendo, es una situación, y el lector quiere saber si el «seguidor» va a alcanzarle, si quiere alcanzarle y, en el caso de hacerlo, qué sucederá.

El tercer hombre, la célebre obra de Graham Greene, empieza de un modo tranquilo, narrativo:

Uno nunca sabe cuándo va a recibir el golpe. La primera vez que vi a Rollo Martins tomé las siguientes notas para mis archivos policiales: «En circunstancias normales, un tonto alegre bebe demasiado y puede que cause algunos problemas. Cada vez que pasa, una mujer alza los ojos y hace algún comentario, pero tengo la impresión de que en realidad preferiría no hacer nada. Nunca se ha hecho realmente hombre y quizás eso explique la adoración que sentía por Lime». Escribí las palabras «en circunstancias normales» porque le vi por primera vez en el entierro de Harry Lime.

 Este relato fue escrito para el cine, y en un prefacio a El tercer hombre, Greene habla de cómo este hecho le hizo sentirse cohibido.

 El relato de Graham Greene que lleva por título The Basement Room (publicado en 1935), en el que se basó la película El ídolo caído, no fue escrito expresamente para el cine y creo que el señor Greene se encuentra más a gusto y menos cohibido al empezarlo: Cuando la puerta principal los hubo dejado fuera, y Baines, el mayordomo, hubo vuelto al recibidor pesado y oscuro, Philip empezó a vivir. Se quedó de pie ante la puerta del cuarto de los niños, hasta que oyó cómo el motor del taxi se alejaba por la calle. Sus padres se habían ido a pasar quince días de vacaciones...

Y así continúa durante cuatro líneas, luego hay un párrafo de cinco líneas, después ocho, luego seis.

 Es notable la diferencia de estilo entre estas dos primeras páginas. No me refiero a su respectivo mérito literario, sino al clima que crean. Qué sensación de hostilidad y autodefensa transmiten las palabras «dejado fuera» en vez de, por ejemplo, decir simplemente «cerrado tras ellos». The Basement Room sigue la tradición del relato breve lírico, visto a través de los ojos de una persona (en este caso un chico) cuyas emociones intervienen desde el principio.

El tercer hombre es más intelectual. Al igual que todos los escritores, Greene intenta atraer a sus lectores, pero en El tercer hombre, su esfuerzo en tal sentido es más visible. En la otra narración es más natural.

Estado de ánimo y ritmo

Cuando empecé a escribir A pleno sol, creía que mi estado de ánimo era espléndido y que mi ritmo era perfecto. Había alquilado una casa de campo cerca de Lenox, en Massachusetts, y pasé las tres primeras semanas leyendo libros de la excelente biblioteca de Lenox, que está mantenida por particulares, pero recibe con agrado la visita de turistas. Leí una edición de 1835 de Democracy in America, de Tocqueville, y hojeé una gramática italiana, entre otras cosas. El propietario de la casa de campo no vivía lejos de allí, y era un empresario de pompas fúnebres que hablaba mucho de su profesión, aunque no me permitió visitar su establecimiento y ver la incisión en forma de árbol que hacía en el pecho antes de embalsamar el cadáver. «¿Qué mete usted dentro del cadáver?», pregunté. «Serrín», contestó rápidamente, como sin darle importancia. Yo estaba acariciando la idea de hacer que Ripley participase en una operación de contrabando que le obligaría a viajar en tren de Trieste a Roma y Nápoles; durante el viaje, Ripley acompañaría un cadáver que en realidad estaría relleno de opio. Ciertamente, no era una buena idea y nunca la escribí de esta manera, pero, por esto, estaba interesada en ver los cadáveres de mi casero. Me sentía bucólica y empecé a escribir el libro, y al principio creí que me estaba saliendo muy bien. Pero allá por la página setenta y cinco, empecé a tener la sensación de que mi prosa estaba tan relajada como yo, casi fláccida, y que un estado de ánimo relajado no era el más oportuno para mister Ripley. Decidí tirar las páginas y empezar de nuevo, sentada mentalmente, además de físicamente, en el borde de la silla, porque esta es la clase de joven que es Ripley: un joven que se sienta en el borde de la silla, si es que alguna vez llega a sentarse.

Pero durante estas divagaciones sobre cadáveres llenos de opio, y la equivocación de escribir una prosa demasiado relajada, no perdí de vista mi idea principal, que consistía en dos jóvenes que se parecen un poco —no mucho— y uno de los cuales mata al otro y asume su identidad. Esto era lo esencial de la narración. Se pueden escribir muchas narraciones en torno a una idea como esta. No hay nada espectacular en el argumento de A pleno sol, creo yo, pero el libro se hizo popular debido a su prosa frenética y a la insolencia y la audacia del propio Ripley. Me imaginé a mí misma dentro de la piel de su personaje y eso hizo que mi prosa cobrara una confianza, que en otro caso, no hubiese tenido. Se hizo más entretenida. Al lector le gusta tener la sensación de que el escritor domina su material y tiene fuerzas de sobra. A pleno sol ganó un premio de los «Mystery Writers of America», el «Grand Prix de Littérature Policière» de Francia y fue llevada al cine con el mismo título. El premio de los «Mystery Writers of America» lo tengo colgado en el cuarto de baño, que es donde cuelgo todos los premios, porque allí parecen menos pomposos. En Positano, el documento enmarcado y cubierto con un cristal, resultó ligeramente perjudicado por la humedad. Cuando quité el cristal para limpiarlo y secarlo, escribí «Mister Ripley y» delante de mi propio nombre, pues creo que el premio debería habérselo dado al propio Ripley. Ningún libro me ha resultado más fácil de escribir y a menudo tenía la sensación de que Ripley lo estaba escribiendo y que lo único que hacía yo era pasarlo a máquina.

Es posible pensar como un escritor toda la vida, querer ser escritor, pero escribir poco, ya sea por pereza o por falta de hábito. Una persona así puede escribir pasablemente bien cuando escribe —estas personas se destacan como grandes escritores de cartas— e incluso, puede vender algunas cosas, pero esto es más dudoso. Escribir es un oficio y necesita una práctica constante.

«Pintar no consiste en soñar o en estar inspirado. Es un oficio manual y se necesita un buen artesano para hacerlo bien», dijo Pierre Auguste Renoir; y, tratándose de un artista y de un maestro, creo que vale la pena recordarlo.

Y Martha Graham dijo lo siguiente sobre el arte de la danza: «Es una curiosa combinación de habilidad, intuición y, debo decirlo, crueldad... y de un hermoso elemento intangible llamado “fe”. Si no tenéis esta magia, podéis hacer una cosa hermosa, podéis hacer treinta y dos fouettés, y no pasa nada. Creo que esta cosa es algo innato. Es algo que puedes sacar de la gente pero no infundírselo, no se puede enseñar». Renoir habla del oficio, Martha Graham del talento, la gracia, el genio. Las dos cosas deben ir juntas. El oficio sin talento no tiene encanto ni sorpresas, nada original.

El talento sin oficio... bueno, ¿cómo puede el mundo verlo en alguna parte?

Grandes músicos, escultores y actores han hecho comentarios como los que he citado, porque todas las artes son una sola, todos los artistas tienen un núcleo parecido y es solo la casualidad la que determina que el artista se haga músico, pintor o escritor. Todo arte se basa en el deseo de comunicar, el amor a la belleza, la necesidad de crear orden del desorden. Este fue mi «¡Eureka!» a los diecisiete años: que todas las artes eran una sola. Me di cuenta de ello y llegué a pensar que había descubierto algo nuevo, pero pronto averigüé que ya lo habían dicho miles de años antes, casi desde el mismo momento en que el hombre empezó a escribir. Y hace veinte mil o cuarenta mil años, cuando se estaban pintando los grandes murales con animales de las cuevas de Lascaux, me imagino que uno o dos hombres de una tribu, observarían un parecido curioso entre el temperamento de los hombres que pintaban bisontes y renos, y los hombres que siempre estaban contando historias inventadas por ellos mismos, tratando constantemente de reunir un grupo de oyentes a su alrededor. No tenemos datos sobre los esfuerzos del narrador de historias por perfeccionar su arte, pero en el suelo de las cuevas decoradas, están desparramados los primeros esfuerzos, los bocetos que los que pintaron las paredes, hicieron para practicar en fragmentos de arcilla que ahora están rotos. Tenían que practicar antes de poder dibujar el lomo de un reno con un simple movimiento de la mano y el brazo.

Al escribir A pleno sol, me encontré con una dificultad de unas veinte páginas antes del final. Quería que ocurriese un incidente que fuera peligroso para Ripley, pero que le liberase de toda sospecha a ojos de la policía. Sencillamente, la idea no se me ocurría, y no se me ocurrió durante cerca de tres semanas. Empecé a pensar que la inventiva me había abandonado. Probé suerte con todos los métodos que conocía, pensar en ello, no pensar en ello, leer las cincuenta páginas anteriores, pero nada daba resultado. Como tenía la impresión de que estaba perdiendo el tiempo, empecé a pasar en limpio la primera parte del libro. Esta actividad semimecánica, que, al mismo tiempo, tenía que ver con el libro (por supuesto, iba puliendo algunas cosas a medida que escribía), debió de dar en el clavo, ya que se me ocurrió la solución cuando llevaba tres o cuatro días escribiendo a máquina. Consistía en hacer que se desatara el bramante de los cuadros al óleo pintados y firmados por Greenleaf, que Ripley había dejado en el almacén de la American Express, en Venecia. Se supone que las huellas dactilares que hay en estos cuadros son de Greenleaf, ya que se supone también, que este dejó los cuadros en Venecia antes de su «suicidio». En realidad, Greenleaf llevaba muerto varios meses antes. Las huellas dactilares que hay en los cuadros concuerdan con las del piso «de Greenleaf» en Roma, y nadie sospecha que Ripley haya estado allí y, desde el punto de vista de la policía, todo concuerda, aunque todas las huellas dactilares son de Ripley. Ripley queda libre de toda sospecha y, para colmo, recibe las bendiciones del padre de Greenleaf, más la renta de Greenleaf para toda la vida. Fin de la historia.

El cerebro de un escritor posee la habilidad de disponer una cadena de acontecimientos de una forma naturalmente dramática y, por tanto, correcta. Desde los dramaturgos más grandes —Esquilo y Shakespeare— hasta los plumíferos de éxito, esta disposición dramática de los acontecimientos, se manifiesta de un modo que, con frecuencia, se califica de instinto, pero que también es fruto de la práctica y la disciplina. Los escritores son personas que entienden a las demás. Les encanta presentar cosas de un modo atractivo, entretenido, hacer que el público o el lector se sorprenda, preste atención y se lo pase bien.

En 1977, el director francés Claude Miller realizó una versión cinematográfica de Ese dulce mal con el título de Dites-lui que je l’aime (Dile que la quiero) y Gérard Depardieu en el papel de David Kelsey. La intensidad de Depardieu contribuyó en gran medida al éxito de la película, aunque es un hombre fuerte, con el físico de un luchador, y no cuadra con la idea que yo tenía de Kelsey. El diálogo de la película era más duro que el que yo escribí y las burlas que los conocidos de Kelsey le dedican por su vida, eran más explícitamente sexuales. Los periodistas suelen preguntarme qué opinión me merecen las películas basadas en mis novelas. Es una pregunta importante, puesto que ya se han realizado media docena. Yo trato de contestar a la pregunta de si la película salió bien. Creo que las mejores son la ya venerable Extraños en un tren, de la que Hitchcock nunca permitió que se hiciera una segunda versión; A pleno sol, basada en la novela del mismo título, la primera de la serie de Ripley; y El amigo americano, que también se basa en la novela del mismo título.

 Sucede con frecuencia que un escritor tiene un tema o una pauta que utiliza, una y otra vez, en sus novelas.

El tema que yo he utilizado, una vez y otra en mis novelas, es el de la relación entre dos hombres, normalmente de carácter muy distinto, a veces, un contraste obvio entre el bien y el mal, otras veces, simplemente dos amigos cuyas respectivas maneras de ser son muy diferentes. Hubiera podido darme cuenta de ello yo misma al llegar a la mitad de Extraños en un tren, salió también en El cuchillo, A pleno sol, Un juego para los vivos y Las dos caras de enero, y se insinúa un poco en La celda de cristal.

Los temas no pueden buscarse ni forzarse: aparecen por sí solos. A menos que se corra el peligro de repetirse, hay que aprovecharlos al máximo, toda vez que el escritor escribirá mejor cuando utilice lo que, por alguna extraña razón, sea innato en él.

Donde reside un valor perdurable es en la historia contada. La moral y el comportamiento social cambian con el paso de los decenios, pero los guionistas de cine y televisión siguen aprovechando las obras de Henry James, porque James siempre contaba una buena historia. Hace poco vi Daisy Miller convertida en una obra para la televisión de una hora de duración. ¡Qué distintas eran las costumbres en 1910! Al principio los jóvenes de ahora podrían pensar: «¿La tercera vez que salen juntos? Él está enamorado de ella, y ella flirtea con él, ¿y todavía no se han acostado juntos?» Pero el tema del libro, aparte de mostrar el nuevo mundo, con dinero y sin cultura, encarnado por Daisy, que se encuentra ante la vieja cultura europea, es la advertencia que una amiga hace la joven: «¡Deja a esa chica norteamericana! No te conviene. Nunca dejará de ser lo que es ahora. Te arruinará socialmente». Y el lector o espectador moderno podría pensar: «¿Arruinarle? ¿Cómo? ¿Y qué si le arruina?» Sin embargo, a medida que la historia avanza, una empieza a estar pendiente del resultado de los acontecimientos, a comprender al joven y a su círculo social, si no a identificarse con él, y a percatarse de la importancia de la decisión que toma el joven. Ni pizca de sexualidad, solo que la sexualidad está en el aire y, por ende, en todas partes, en Daisy Miller. Un entretenimiento absorbente. Henry James, que fracasó estrepitosamente como autor teatral, debería vivir ahora para ver el partido que otros dramaturgos sacan de sus obras. Se sentiría orgulloso.

Otro escritor, un contemporáneo cuyo nombre no citaré, hace lo contrario. Primero escribe el guión cinematográfico, luego una novela que coincida con la película. Carácter ni pizca. Mirad: todo es aceptable. Todo es acción, sexualidad fugaz aquí y allá, tan fácil de olvidar como las naderías que constituyen argumentos literalmente explosivos, que a menudo se centran en un gran edificio o puente que saltará por los aires a menos que el héroe lo impida. El autor gana montones de dinero, pero cabe preguntarse si dentro de cincuenta años sus libros serán tesoros que se emplearán para hacer nuevas versiones cinematográficas, o para la escena o la televisión.

 La sensación de gozo


Termino con la sensación de que me he olvidado de algo, algo de vital importancia. Así es. Es la individualidad, es el gozo de escribir, que en realidad no puede describirse, no puede captarse con palabras y transmitirse a otra persona para que lo comparta o utilice. Es el extraño poder que tiene el trabajo de transformar una habitación, cualquier habitación, en algo muy especial para un escritor que ha trabajado en ella, y que en ella ha sudado y maldecido y tal vez conocido unos pocos minutos de triunfo y satisfacción.



Descriptor(es)
1. APRECIACIÓN CINEMATOGRÁFICA
2. DRAMATURGIA
3. GENEROS CINEMATOGRAFICOS
4. GENEROS VISUALES
5. SUSPENSO
6. TEORÍA DEL CINE

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