FICHA ANALÍTICA

Cine de poesía y dramaturgia visual: la insumisión de Fernando Pérez
Paz Ernand, Karina

Título: Cine de poesía y dramaturgia visual: la insumisión de Fernando Pérez

Autor(es): Karina Paz Ernand

Fuente: Revista Cine Cubano

Lugar de publicación: La Habana

Número: 206-207

Página(s): 48 - 57

Mes: mayo-diciembre

Año de publicación: 2019

Hace un par de años entrevisté a Fernando Pérez para esta revista. En la entrevista, Fernando definía su obra como una simbiosis entre dos términos acuñados por Pier Paolo Pasolini: "cine de prosa" y "cine de poesía". Pasolini analizó a lo largo de la historia del cine la existencia de estas dos maneras de narrar, que no se anulan entre sí, sino más bien se complementan. La primera articula la narración desde el punto de vista aristotélico, más tradicional, en tanto la segunda se propone narrar desde un lenguaje metafórico y asociativo. 

Si se intenta establecer clasificaciones más o menos esquemáticas dentro de la obra de Fernando Pérez, suele advertirse una etapa "más metafórica o simbólica", en ese cine que podemos catalogar como asociativo y, en algunos casos, hasta surrealista (Hello, Hemingway, Madagascar, La vida es silbar, que tendrán incluso un puente conector con Madrigal, aunque se haya realizado después de Suite Habana). Esta última pudiera insinuar un tránsito, al mezclar la noción documental con ciertos rasgos ficcionales; para luego arribar a una etapa más apegada a la convención de los géneros (La pared de las palabras, José Martí: el ojo del canario, Últimos días en La Habana), un cierto retorno a ese primer cine suyo de Clandestinos. Pero en realidad se trata de oleadas constantes que van impulsándole de manera pendular hacia diferentes estilos, a menudo mixturándolos. Insumisas (2018), coescrito y codirigido con la realizadora suiza Laura Cazador, no resulta la excepción de la regla. 

En esta ocasión Fernando ha decidido llevar a la pantalla aquella historia que, en 1919, inspirara al doctor Emilio Roig de Leuchsenring a escribir su libro La primera mujer médico en Cuba. Mas el prestigioso director cubano no ha pretendido un pormenorizado biopic sobre la vida de Enriqueta Favez, la mujer suiza que, vestida de hombre, estudió y ejerció la medicina en una época en que ese espacio laboral resultaba vedado para las mujeres. Fernando se ha basado en la historia de aquel "doctor", llegado a la villa de Baracoa en 1819, que ejerció la profesión y obtuvo reconocimiento hasta que sus avanzadas ideas antiesclavistas y su matrimonio con Juana de León terminan por hacer emerger su verdadera identidad, lo cual desata un escándalo que no solo involucra a las autoridades civiles, militares y al clero de la villa, sino que también sacude las bases conservadoras de la sociedad colonial. Pero lo hace desde la reinterpretación ficcional de las relaciones humanas que rodearon el hecho, de esa parte de la historia de la cual nunca tendremos evidencias.

Insumisas es mucho más que la simple historia de Enriqueta Favez. Es —en palabras de Fernando— "un filme que entiende la transgresión como vía para alcanzar la libertad individual; es la defensa del derecho a la libertad individual en todos los órdenes de la sociedad: en el social, en el político, en el humano"[1]. Y en ello radica la actualidad de este filme. En un presente en el que el orden patriarcal persiste, la vida de una mujer capaz de echar a un lado los prejuicios y enfrentarse al orden establecido, resulta un tema de calado universal.

Lástima que una historia tan poderosa desde sus potencialidades dramatúrgicas posea ciertos trastabilleos en el guion. Por momentos se advierte una especie de sumatoria apresurada y forzada de eventos dentro de la diégesis —descuidando otros cuyo desarrollo se hacía necesario—, una cronología que poco tributa a la progresión dramática del conflicto [2]. Otro desliz lo hallamos en el desempaño actoral de Sylvie Testud en su rol de Enriqueta Favez, quien debía poseer el mayor peso dramático dentro de la historia. Su actuación es estéril y carente de efectos emocionales que nos sensibilicen e identifiquen con la protagonista. Se ha confundido la idea de contención que la construcción psicológica del personaje requería, con la de frigidez emocional. Puede que en ello haya influido una multiplicidad de factores: el hecho de ser la primera vez que Fernando dirigía a una actriz extranjera en un rol protagónico (determinado por las condiciones de coproducción), que la actriz no hablara español y aprendiera el texto de memoria [3], o los métodos de actuación de la Testud, quien no ensayó ni una vez las escenas. Lo cierto es que todo ello afecta la verosimilitud de la actuación. En tanto la recordamos desdoblándose en la construcción psicológica de los personajes representados en otros filmes, nos hace lamentar su encarnación de una Enriqueta Favez que, salvo algunos momentos de brillantez interpretativa, permanece fría y distante ante el espectador.

Del dicho al tropo… El infinito placer de las asociaciones visuales

A pesar de los puntos flacos señalados, existe un apartado de especial relevancia que engrandece el filme: la fotografía. Esta especialidad persigue siempre, en las películas de Fernando Pérez, un sentido conceptual más cercano a otras manifestaciones artísticas como la pintura y la fotografía fija. La estética plástica de sus composiciones, el modo de iluminar, de encuadrar la cámara, intentan captar sentimientos y sensaciones en una imagen única e irrepetible. Más que los diálogos o la historia misma, deviene vehículo ideal para narrar, mixturando los conceptos de cine de prosa y cine de poesía. 

El binomio formado con el fotógrafo Raúl Pérez Ureta ha resultado decisivo. Compartir la pasión de Raúl por la fuerza expresiva de la imagen les ha permitido implementar un proceso creativo donde los referentes pictóricos resultan fundamentales a la hora de componer la visualidad de las escenas. 

Ureta es un fotógrafo acostumbrado a traducir en imágenes las ideas de Fernando; un artista del lente obsesionado con los pequeños detalles, con la idea de contar historias a través de la luz, el color, el encuadre perfecto que exige cada circunstancia. Y son, precisamente, la luz y el color elementos narrativos claves dentro de este filme. Se hace evidente la búsqueda del denominado "color histórico", esa tonalidad adquirida por las características de iluminación propias de cada época, así como por las peculiaridades del espacio geográfico de la acción, que condicionan visualidades diversas. Pero resulta indiscutible el valor dramático que le es otorgado al color en Insumisas. No se trata de intentar hacer una fotocopia de la visualidad de la Cuba colonial, sino que advertimos además una evidente función expresiva y metafórica en la composición cromático-luminosa del filme. 

La solicitud de Raúl de confeccionar un considerable número de velas reforzadas respondió no solo a la búsqueda de una fidelidad en la recreación epocal, sino también al interés de aprovechar la fotogenia de la luz para imprimir al filme una atmósfera, un ambiente peculiar, manteniendo la historia en una penumbra que mucho aporta desde su trasfondo psicológico y conceptual. Además, la temperatura del color aportada por la luz de las velas trabaja sensorialmente sobre el inconsciente de los espectadores, transmitiendo la sensación de calor y asfixia de aquella sociedad retrógrada que agonizaba política y socialmente, que se ahogaba en sus propios postulados anquilosados en un pasado que negaba el desarrollo del mundo a su alrededor. Pero este tipo de iluminación igualmente funciona sobre el subconsciente de los actores, atrapados en un sofocante vestuario del siglo XIX. Ureta, con el multitudinario empleo de velas en pleno verano cubano, fuerza la actitud y lenguaje corporal de los actores, quienes, de manera inconsciente, son agredidos por las condiciones de rodaje y compulsados a reaccionar anatómicamente, lo cual contribuye a la construcción de la dimensión psicológica de sus personajes. A excepción de Favez, los hombres sudan, se acomodan los opresivos cuellos, aunque parecieran tolerar la situación con menor incomodidad. Sin embargo, las mujeres se abanican compulsivamente durante las misas, en tanto repiten el credo de manera robótica, compelidas por la educación y las costumbres, mientras su lenguaje corporal nos habla de agobio y desesperación [4]. El empleo de las velas también condiciona la iluminación de los interiores, provocando un oscurecimiento que contribuye a la construcción psicológica de los personajes y del conflicto mismo. En ocasiones nos cuesta ver a los personajes, distinguir la totalidad de sus rostros, como en aquella escena en la que José Ángel y Favez regresan del prostíbulo, mientras una (sexualmente) insatisfecha María Eugenia les reclama entre gritos su conducta y su doble moral: ninguno de ellos —aunque por diversas razones— muestra todo de sí, sus verdaderas intenciones, personalidad, insatisfacciones... Todo no es más que un juego de apariencias, más o menos válidas, según el sistema de valores de cada personaje.

A ello se suma el empleo alegórico de los interiores y exteriores. Los exteriores, nítidos e iluminados por la natural luz tropical, simbolizan el comportamiento públicamente aceptado, la vida común, las apariencias, el deber ser; en tanto los interiores (escasamente iluminados a la luz de las velas, que sumerge a los personajes en la penumbra) simbolizan lo íntimo, las revelaciones, los deseos ocultos. Los colores, por su parte, también poseen una función alegórica. En el intento de recrear el ambiente cromático de la colonia se acentúa la escala de los ocres, correspondientes a la atmósfera de calles no pavimentadas, calurosas, polvorientas y de interiores cálidamente iluminados por candelabros. Pero a medida que avanza la historia y el conflicto va in crescendo, la temperatura del color parece transformarse: los tonos ocres van suavizándose, la imagen va perdiendo gradualmente el color, accediendo a un cromatismo que favorece la frialdad de los tonos grises y azulosos —cercanos al blanco y negro—, que nos van preparando para el fatídico final, cuando creemos asistir al inicio del romance de las protagonistas. De este modo, la fotografía redirige nuestra interpretación por contradicción, con respecto al diálogo y al momento en que, dramatúrgicamente, se supone que se encuentra la historia. La fotografía va determinando las peculiaridades visuales y estéticas, pero también conceptuales del filme. No solo construye atmósferas, sino también personajes, estados anímicos e incluso macromensajes que el autor trasmite a través de su obra, como una suerte de narrador (visual) omnisciente.

Además del tratamiento de la luz y el color, resulta interesante analizar cómo se manifiestan en Insumisas las cuatro interacciones que Marcel Martin describe dentro del concepto de composición simbólica de la imagen, una manera otra de narrar: acción visual combinada con elemento sonoro, acciones simultáneas, personaje con objeto y personaje ante un escenario-decorado.

Acción visual combinada con elemento sonoro

El manejo de los movimientos de cámara, las angulaciones y la escala de planos se convierten en otro armamento dramatúrgico. Las teorías sobre gramática audiovisual coinciden en la adecuación entre el tamaño del plano y su contenido material (más amplio o cercano en dependencia de los elementos que haya que mostrar), o su contenido dramático (más cercano en tanto mayor sea su aporte dramático e ideológico). En Insumisas encontramos un reiterado uso del primer plano de rostros humanos como invasión del campo de la conciencia, como marca visual de tensión mental, que nos abstrae del universo material que rodea a los personajes para concentrarnos en el inside psicológico. De ahí también la manifestación del significado dramático del filme a través de este tipo de plano, que nos remite al denominado "cine interior". Mas esa abstracción se relativiza con la introducción de planos generales que persiguen similar objetivo. 

El plano general, que hace al hombre una silueta minúscula, reintegra a este en el mundo, lo hace víctima de las cosas y los “objetiviza”; de allí que haya una tonalidad psicológica bastante pesimista, una atmósfera moral más bien negativa, pero a veces, también, una dominante dramática exaltante, lírica y hasta épica" [5]. Todo ello se cumple en los intencionados planos generales del filme. Como espectadores, la primera manipulación sensorial ejercida hacia nosotros es, precisamente, la secuencia introductoria, donde la alternancia entre primer plano y plano general complementan su significado. A ello se suma un ensordecedor bramido de olas, que nos hace salir del impactante primer plano de la protagonista y del silencio absoluto de los créditos, "shockeando" sonora y visualmente al espectador. En pausado tilt down —movimiento que contrapuntea con el sonido y con la imagen de la naturaleza que se nos muestra— descendemos nuestra mirada desde el mar hacia la figura de la protagonista. Parada entre los arrecifes, de espalda a la cámara y vestida de monja, Enriqueta observa impasible las olas que arremeten con violencia contra las rocas. La superposición simbólica se produce a través de un inconsciente proceso metonímico, que nos hace trasladar las características de la naturaleza (al menos la fracción mostrada) al ser humano. La imagen alude al tormento interior del personaje. El mar embravecido es símbolo tanto de su pasado (lo fuerte y transgresora que fue, como ese mar incontrolable, capaz de arrasar y ganar espacio a la tierra cuando se lo propone), como de su presente y futuro (la rabia que siente ante la injusticia de su pasado, ese que la condujo a su presente; la impotencia de tener que retornar al redil, volver a seguir las leyes humanas y divinas: verse convertida en monja como vía para continuar ayudando a las personas a través de sus conocimientos de medicina). Tanto esta imagen como las posteriores, unidas por una dinámica edición, se convierten en un elemento anunciador.

La fotografía ha ido alternando planos generales del impetuoso paisaje marino con primeros planos del rostro inmóvil para dar paso a otro plano general del peñón —aún no habitado por la figura humana— que luego se convertirá en símbolo de su vida; esta vez tomado desde un ligero y revelador picado que da sensación de aplastamiento y representa esa vida que siempre ha estado frente al precipicio. El peñón —significativamente agreste en medio de una naturaleza cubana de vivos colores—, con su poderoso claroscuro formado de piedras de diferente cromatismo, se yergue imponente frente a nuestra mirada, como retándonos, increpándonos, mientras la voz en off de la protagonista repite su nombre incesantemente. Un brusco corte nos coloca frente a otro poderoso plano general que funge como colofón de esta introducción que se construye, dramatúrgicamente, desde la visualidad: otro peñón igualmente agreste (el de la primera toma junto al mar). En esta ocasión, la sensación de desequilibrio y descentramiento no está dada por un picado, sino a través de la composición del cuadro: una toma frontal, inundada casi en su totalidad por el oscuro peñasco, donde ya no hay contraste en la coloratura… como tampoco hay colores-opciones en la vida actual de esta mujer. El mar embravecido que ostentaba toda su carga simbólica en las primeras imágenes ha sido relegado a un minúsculo fragmento de la izquierda del cuadro. Casi imperceptible, se yergue una diminuta figura humana en el cuadrante superior izquierdo, totalmente disminuida y aislada dentro de la composición plástica del fragmento de realidad encuadrado, fundida con su entorno por la tonalidad grisácea del traje monacal y por su inferioridad simbólica, en comparación con las dimensiones supraterrenales de los elementos de la naturaleza. ¿Enriqueta continúa luchando —desde nuevos escenarios— o acaso ha sido vencida-anulada por las fuerzas mayores de las convenciones?

Acciones simultáneas 

La fiesta de los esclavos en las calles durante el Día de Reyes —con sus agresivos bailes, sus gritos y lenguas indescifrables, sus máscaras de aspecto diabólico, sus dramáticos primeros planos— se alterna con la acción de la protagonista al rechazar el título de honor que le sería conferido, y denunciar a Benítez, poniendo al descubierto abiertamente su posición ante las convenciones sociales. La simbiosis de ambas acciones —coexistentes temporalmente y unidas por un montaje alternado— provoca que la acción secundaria (la fiesta de los negros) resemantice la acción primaria (la acción de Favez seguida por Juana). La decisión ética marcará, simbólicamente, el destino trágico de ambos personajes. Funciona, entonces, como otro elemento anunciador, puesto que este punto de giro (resignificado por el carnaval humano de "los negros" y la dramática expresión de una esclava congelada en un primerísimo plano, con la que finaliza la secuencia) conducirá a la debacle final. La Fiesta de Reyes contiene en sí misma otro símbolo, al ser el único momento en el año en que se permitía a los esclavos celebrar "libres" en las calles, disfrutando de sus propios rituales, bailes, lenguas, trajes… pero siendo observados con desprecio y temor. La libertad era finita y a la mañana siguiente debían regresar a sus labores habituales, a su aprehendida dominación, anulando todo trazo de sus costumbres y personalidad. Así como Enriqueta y Juana han saboreado un breve instante de liberación y autorrealización para luego volver a ser juzgadas y reducidas al deber ser social.

Personaje con objeto

El ejemplo ideal para comprender este concepto lo encontramos en la primera visita que realiza la joven Pepa al consultorio de Favez, luego de su regreso a Baracoa. La imagen que nos introduce la escena es un significativo primer plano de un objeto-órgano-fragmento animal encerrado en un pomo de cristal. Nos resulta imposible distinguirlo en los pocos segundos que dura la toma. Descifrar su identidad tal vez aportaría al sentido general dela escena desde el punto de vista semiótico; mas su propia existencia indefinida ya funciona como código simbólico de anulación identitaria. El ser encerrado, enroscado sobre sí, continúa inerte dentro de su vítrea cárcel, en primer plano, en tanto Pepa permanece desenfocada. La cámara va desenfocando suavemente nuestro primer plano hasta sacar de su anonimato en segundo plano a una Pepa (ahora tristemente nítida) encogida, de respiración entrecortada, que mira fijamente el enigmático ser-objeto con ojos tristes y meditabundos.

Esta introducción de la escena, este empleo tropológico de un elemento de atrezo, explota todas sus potencialidades de sinécdoque, relacionando la parte con el todo. La antes rebelde Pepa se siente ahora tan inmóvil, acorralada y sofocada como ese objeto que observamos dentro del pomo. La joven ha perdido su personalidad, como el objeto ha perdido su capacidad de ser descifrado. El objeto-ser (como ella) ya ni siquiera ofrece resistencia a su encierro, sino que yace inerte, mostrando impúdicamente los signos de su fenecimiento. Todo ello anuncia la conversación que seguidamente se entabla entre Pepa y Favez, cuando este le cuestiona la pérdida de aquel espíritu resuelto de su niñez, su decisión de casarse sin amor, de guardar silencio, de no defender sus ideas. Mientras, la joven parece resignada a su condición actual, esa que le ha asignado el orden social y que queda acuñada en su último parlamento: "Yo ya no pienso. Así es más sencillo y así me dejan tranquila".

Personaje ante un escenario-decorado

Puede que sea este —dentro de la composición simbólica de la imagen— el concepto que más se patentiza dentro del filme, a través de diversos ejemplos. El elemento más simbólico dentro del escenario natural es el binomio peñón campestre-farallón costero. Ambos devienen metáfora plástica (al igual que el mar embravecido), basada en la analogía de estructura o tonalidad psicológica, con respecto al contenido puramente representativo de las imágenes. Ello, unido al estatismo de las tomas donde aparecen estos elementos, ostenta una dualidad interpretativa contrapunteada: de un lado, lo inamovible de las tradiciones, la permanencia del canon cultural; del otro, la inquebrantable voluntad de la protagonista de defender su libertad personal. 

El peñón campestre se muestra desde los primeros minutos de metraje. Aunque todavía desconozcamos su significado, funge como leitmotiv y elemento anunciador del filme. Fernando incluso se atreve —en una etapa tan temprana— a exponerlo a través de una elipsis simbólica: el peñón solitario, sin figura humana (en contraposición a como será mostrado posteriormente). Se reemplaza al individuo por el signo, portador en sí mismo de un fuerte significado que no requiere ya de la figura del personaje para ser decodificado por el espectador. Puede incluso adquirir una noción más potente al aislarse como ente independiente, portador de lecturas múltiples. A este regresamos a la mitad del filme, una vez que Juana —ya enamorada— ha descubierto la verdadera identidad de Enrique. Ambos se paran junto a este y Favez resume la historia de su vida mientras verbaliza lo que para ella simboliza el elemento natural: "Siempre he vivido al borde de un abismo, pensando si saltar al vacío o no". Luego de la primera declaración amorosa y el entrelazamiento de manos como símbolo de amor y aceptación, la visualidad cambia ante el entorno. De un plano medio en el que había sucedido la acción, se accede —por abrupto corte— a un plano general que nos muestra a las dos figuras humanas, diminutas y entrelazas, al borde del acantilado. La intencionada similitud de la composición nos remite a la imagen de los primeros minutos del metraje, traspolando la carga semántica de aquella elipsis visual a este nuevo peñón, ahora habitado por Juana y Enrique. Ambos personajes permanecen inmóviles frente a la imponente naturaleza; parecieran fundirse en ella, debido a la inferioridad de sus dimensiones frente al monumental paisaje y a la semejanza de sus atuendos con el tono claroscuro de las rocas. Para completar la intención, la imagen es fotografiada desde un significativo (aunque ligero) picado, anunciador del final que les depara a estos personajes.

Juana vuelve al peñón una vez asesinado Benítez y rescatado el pequeño Liberato. Pero esta vez el cuadro se cierra —con toda intención— antes de abrirse nuevamente, antes de mostrarnos el peñón que se ha convertido en símbolo de ese salto al vacío o salto de fe que Juana había aceptado y que acaba de traicionar (con su declaración en el juicio). Como Robinson Crusoe grita su desesperación frente al océano en el filme de Buñuel, así Juana lo hace frente al acantilado. Únicamente en soledad le es permitido excretar su dolor e impotencia. El aullido desesperado de la joven sucede en un significativo primer plano, tan cerrado como sus opciones en ese mismo instante, tan constreñido como se encuentran su corazón y su voluntad. Juana ha cedido ante las manipulaciones de una sociedad que la trasciende. Su imagen —como sucediera con la de la protagonista en la escena de inicios del filme— aparece descentrada, ocupando el lateral izquierdo del fotograma, desde donde emite un colérico alarido, que se dispersa hacia un vacío desenfocado a la derecha del cuadro, tan desenfocado e impreciso como la culpa colectiva que revolotea sobre el desenlace dramático de la historia. Solo entonces se abre el cuadro para mostrarnos aquella imagen iniciática, donde el agreste peñasco y la naturaleza toda —haciendo gala de sus dimensiones y poderío— parecieran engullir a la diminuta silueta.

El descentramiento de la figura humana en medio de la escenografía resulta una constante tropológica dentro del filme. Como habíamos analizado desde la secuencia introductoria, los personajes no solo aparecen descentrados, sino también empequeñecidos y fusionados con su entorno. El recurso se utiliza en varias ocasiones. Uno de los momentos más significativos puede que sea la escena en la que, luego de besar por vez primera a Juana, Enriqueta queda sola en casa. La protagonista se nos muestra entonces junto al dintel de una enorme ventana que inunda el centro de nuestro campo visual, en tanto la figura humana es desplazada a la derecha del cuadro [6]. No solo aparece una vez más de espaldas, sino que está silueteada, tratamiento pictórico de la luz que concentra todo el interés en el contorno del sujeto, otorgándole cierto halo enigmático, y despreocupándose de los detalles de las superficies-objetos circundantes. Enriqueta mira al campo solitario e infinito, tan solitario como ella misma. Aunque el paisaje ocupa la dominante visual del cuadro (por colocarse al centro de la toma frontal), mediante la perspectiva se ubica en un segundo plano intencionalmente desenfocado que nos impide advertir detalles de lo observado, puesto que no aporta información, sino que resulta relevante en tanto manipulación visual: su pensamiento (y el personaje en sí) está tan perdido como nuestra mirada. Lo cierto es que cada vez que se presenta un plano de la protagonista sumida en sus pensamientos —ya sea como Enrique o como Enriqueta—, se nos muestra descentrada, descolocada, tal como lo está en su propia vida, en medio de una sociedad a la que no pertenece, que la ha aislado, excluido y que lo hará mucho más en tanto más la desafíe.

El impacto final se da, una vez más, a partir del binomio imagen-sonido. Retorna el mar embravecido de inicios del filme, que salpica a Enriqueta vestida de monja. El sonido marca el estado anímico de la protagonista en su futuro, que ahora se ha convertido en nuestro presente. Otro peñón tan imponente como el campestre y ella nuevamente frente al abismo. Esta vez un mar iracundo arremete contra el gigante rocoso, sin lograr doblegarlo; como tampoco la vida termina por doblegarla. Tras soportar la cárcel, Enriqueta asume una nueva travestización —esta vez usando los tradicionales hábitos de monja— para cumplir su sueño de sanar a los necesitados. Ante una cámara distante, Enriqueta da media vuelta y se aleja del precipicio volviendo sobre sus pasos, saliendo de cuadro para proseguir con su futuro. Fernando articula así una peculiar simbiosis de dos conceptos de Marcel Martin sobre las escenografías. Las suyas son a la vez realistas —en tanto intentan reconstruir una visualidad epocal— e impresionistas —elegidas o construidas en función de la dominante psicológica de la acción, con el fin de condicionar y reflejar el conflicto de los personajes, como lo hiciera el paisaje interior tan caro a los románticos. Pero Fernando no solo sitúa a sus personajes en un determinado espacio que completa la interpretación sígnica de sus dramas interiores, sino que humaniza los propios espacios. Los dota de tal fuerza icónico-simbólica, que son capaces de significar por sí solos y conservar su capacidad generadora de macrolecturas, mucho después de haber sido abandonados por los personajes. La prosopopeya visual se yergue por encima de toda figura retórica. El océano —cual impotente agresor— parece encolerizarse ante la actitud desafiante de la protagonista y arremete cada vez con más fuerzas contra el farallón, intentando, infructuosamente, darle alcance a la figura humana que continúa su existencia off screen. La cámara se empaña, el cuadro se inunda de unas olas grisáceas que devoran todo a su paso. Pero Enriqueta se ha ido. Ha escapado una vez más de las fuerzas "naturales", aunque la procesión vaya por dentro.

Notas:

[1] La libertad de todo ser humano de ser o hacer lo que desee ha sido un leitmotiv en la filmografía de este cineasta.

[2] Un ejemplo lo encontramos en la selección de "adiciones ficcionales". Se trata de una historia real de la cual pocos detalles íntimos se conocen, más allá de la connotación social del hecho en la época. Si la intención era "inspirarse en", agregando todo lo demás, hubieran podido explotarse mucho más los recursos de la dramaturgia para potenciar la narración. En el caso de la relación entre las dos mujeres, muchas son las versiones que han aportado las investigaciones históricas: desde el verdadero amor, el matrimonio para mantener las apariencias, la denuncia por parte de la esposa "engañada", la confesión de Favez sobre su auténtica identidad al obispo de Espada, quien la insta a contar la verdad a su esposa… Pero si la opción seleccionada era la historia de un auténtico amor, que trasciende las fronteras de la identidad de género para proclamar este sentimiento, entonces urgía trabajar mejor la relación Juana-Enrique y sobre todo el momento del conflicto final, durante el juicio. Se imponía la construcción procesual del arco dramático de los personajes en función de ese amor que no logramos creernos y sufrirlo intensamente en pantalla.

[3] Lo cual también suponía una restricción para los directores, puesto que una vez memorizado el texto, dificultaba la posibilidad de realizar cualquier modificación al guion.

[4] Resulta sintomático que sean las dos protagonistas —transgresoras del orden social— las únicas que acceden a pequeñas fracciones de refrescamiento: Enriqueta atraviesa y se zambulle en un río a su regreso de La Habana, mientras Juana se baña en una pequeña laguna cerca de su casa.

[5] Marcel Martin. El lenguaje del cine. Barcelona: Gedisa, S.A., 2002.

[6] Los estudios sobre exégesis visual desde la psicología definen que en la cultura occidental los elementos que se encuentran a la derecha de las composiciones resultan de menor valor simbólico, puesto que nuestro inconsciente lee las imágenes en el mismo orden que lee el lenguaje escrito: de izquierda a derecha.


Descriptor(es)
1. PÉREZ, FERNANDO (PÉREZ VALDÉS, FERNANDO), 1944-

Web: www.revistacinecubano.icaic.cu/wp-content/uploads/2020/12/RCC-206-207.pdf

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