“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA
  • Diez botes: La comunión y la distancia entre Beatles contra Duran Duran y Madagascar
    Por Rufo Caballero

    En la nota de contracubierta que despide El diablo son las cosas, en la edición que Letras Cubanas publicara en 2000, se lee que "la mirada madura de la autora no dudará en resaltar las incomprensiones entre padres e hijos, para abogar por el inalienable derecho que tiene la generación más joven de ser respetada en sus preferencias culturales". Nadie dudará tampoco que eso del inalienable derecho es muy sabroso. Está por escribirse la historia del arte del editor en Cuba durante las últimas décadas, y de cómo las notas de los libros van ofreciendo un exacto paisaje acerca de las evoluciones del discurso retórico en la ínsula.
    Pero bien, tampoco es mentira. No lo del inalienable derecho, que en cualquier caso es un bochorno, sino la gravitación del libro escrito por Mirta Yáñez dos años antes alrededor de la confrontación de ideologías (entendidas en su sentido menos pagano y carnavalesco) y de actitudes ante la vida entre al menos dos generaciones de cubanos; o mejor, de cubanas.
    En particular Beatles contra Duran Duran, el relato que cierra el libro, construye la voz de una mujer, presumiblemente perteneciente a la propia generación de la autora. Aquella se debate entre dos incertidumbres: sueña lo que vive o vivirá, y vive lo que ha soñado, en una cacofonía de la experiencia que la tiene de lo más atormentada. De otro lado, nos cuenta las divergencias de expectativas ante el mundo que cada día la apartan más de su hija Pilar. La elaboración literaria de lo primero resulta mucho más interesante que lo segundo. A los efectos del apresamiento de esa mujer en el claustro penitente de sus sueños pedestres y cíclicos, la escritora consigue un verdadero fluido de conciencia, con la autenticidad sicológica y la intensidad subjetiva de un buen dibujo vocal. Pero al internarse en los transitados pasadizos de la contienda generacional, la autora no logra sino reeditar el socorrido lugar común de las preferencias musicales como índices supuestamente abarcadores de las presuntas iconoclasias epocales de la madre y su hija, siendo que concentra el desencuentro en las preferencias de ambas por distintos mitos culturales:
    Vi con horror que apretaba la palanquita del rewind, retrocedía la cinta del casete, su índice empujaba hacia abajo el play y empezaba de nuevo aquella mezcolanza de chillidos, latigazos y BOM BOM BOM.
    Levanté las cejas lo más alto posible y dije:
    -En MI época -la frase me resultó abominable a mí misma desde el principio- la música era muchísimo mejor.[1]
    Si el latiguillo resulta abominable al propio personaje, qué decir de la impresión del lector. No únicamente porque se trata de una insistencia más, de parte de los escritores de la generación de la Yáñez (tal como se la permitirán asimismo ciertos convencidos adictos ulteriores), en el tema de los Beatles, el pelo largo, el hippismo y la contracultura epidérmica como atributos de identificación de los sesenta, época que, me temo, fue lo que fue por razones mucho menos trilladas. El texto deviene menor sobre todo porque en la concepción dramática y filosófica del relato la distancia cultural no alcanza a metaforizar, ni por asomo, los abismos de actitudes y reacciones que frecuentemente se abren entre los padres y sus hijos, entre las generaciones cercanas.
    Beatles contra Duran Duran está muy lejos de ser lo mejor de Mirta Yáñez por razones que exceden la estereotipia de esa oposición. Creo que el sentido del humor lo mismo de la voz que de la autora, en el montaje indisoluble que supone toda construcción, es dudoso, inefectivo, externo y poco convincente en lo literario. La narración padece como una tardía afiliación a ciertos códigos de mejor suerte en otros escritores; por ejemplo, la tendencia de la familia de la protagonista vocal a escribir letreros en las paredes de la casa, para que las cosas no se les olviden o para celebrarlas, igual. Ese recurso no se desliga en la memoria del lector mínimamente avisado de ciertas manías macondianas. Todo el segmento final del relato es lamentable, cuando la autora abandona el plano de intimidad de la voz, sin duda lo mejor de la construcción, para irse a contar los días de la protagonista en Nicaragua, cuando recogía café y allá, ni más faltaba, se encontraba a una muchacha que la hacía reconciliarse de algún modo con Duran Duran, o, cuando menos, comprender la pertinencia de la negociación cultural. Ese final feliz, fácilmente resolutivo, falsamente conciliador, era muy propio de la época en que se escribe El diablo son las cosas. En verdad fue propio de una literatura anterior, prolongada hacia el hastío por ciertas zonas de la escritura de la Yáñez y colegas próximos.
    En 1994, a seis años de concebido el relato, Fernando Pérez decide retomarlo para inspirar su mediometraje de ficción Madagascar, que ha ido quedando, junto a La ola, de Enrique Álvarez, y Reina y Rey, de Julio García Espinosa, como uno de los tres grandes iconos cinematográficos de la angustia y la desesperanza del ojo del volcán durante el primer "periodo especial" cubano. Fernando rescribe y reelabora las dos líneas temáticas y dramáticas del cuento de la Yáñez: lo mismo la reiteración de la vida y los sueños que la distancia de perspectivas supuesta por la diferencia generacional. Ahora, lo primero que debe decirse es que el relato literario sirve tan solo como motivación argumental para el filme, puesto que el guión, a más de desplegar y desarrollar ambas situaciones desde otras leyes, en el tiempo de la exposición cinematográfica, las complejiza y enriquece notablemente. Y luego, dado que todo ha de decirse, la película es mucho mejor como película que el relato como relato.
    Fernando y su coguionista, Manuel Rodríguez, invisibilizan bastante la elementalidad de la oposición musical como marca de un desafecto que pende de causas mucho más determinantes. El título de Madagascar ya deja ver una resonancia del conflicto que viaja a otras honduras. Pero además los escritores del libro cinematográfico superponen a los dos grandes ríos temáticos del cuento un desconcierto de otra trascendencia: el desasosiego existencial de toda una generación que mira atrás buscando asideros en su pasado y encuentra apenas una abotargante abstracción. En alguna secuencia Laura, la madre, toma en sus manos una foto de los primeros tiempos de la Revolución y, al observarla con una lupa, se pregunta sorprendida: "¿dónde estoy yo, Dios mío?". La película medita sobre la descolocación de la generación de Laura, la que en 1994 pasaba de los cuarenta años y sentía, en medio del trance social de la Cuba que se adentra en el "periodo especial", que no hallaba su ?ni un, cualquier? lugar en el mundo; que se había entregado a una obra y una causa que ahora la abandonaban. No es otra la generación del propio director, de modo que por ahí anda el interés del punto de vista y el nivel más alto de la enunciación fílmica.
    Fernando concibe la narración como un laboratorio semiótico donde cada plano es altamente semiotizado con potentes metáforas visuales, y cada gesto de los personajes se carga de sentido discursivo. Es el caso del plano en el que Laura señala que está a punto de la muerte, y lo hace con el mismo ramo de flores con que ha sido agasajada como profesora vanguardia. La película narra varias visitas de Laura al siquiatra. Ella se pregunta "¿qué pasó?", "¿nadie sabe qué pasó?", porque lo cierto es que su vida se consuma en la enumeración diaria de los botes que pasan bajo su ventana. Diez botes. Todos los días, diez botes.
    Pero si la existencia de Laura se ve clausurada por la pesadilla y la desmotivación, el universo de Laurita no resulta diferente. Es un mundo que nos llega, en lo esencial, por las valoraciones de la madre: "se pasa el tiempo ensimismada. Sólo le interesan sus ratones". La ilusión de Madagascar encarna la posibilidad de la huída, del escape, aunque no se sepa muy bien a qué conduciría el salto; nos dice Laurita que Madagascar es, al menos, "lo que no conozco". Su mundo cultural lo conforman Rimbaud, Julián del Casal ?poeta por el que lleva luto?, el cuadro Los niños, de Fidelio Ponce. Lejos de proveerla de herramientas para comprender la realidad que la rodea, ese ámbito de ilusiones culturales parece desconectarla totalmente de la experiencia de lo real. Y de la vida de incondicionalidad y repetición que ha llevado su madre. Es notorio que en la única secuencia donde ambas consiguen un diálogo cordial estén hablando de sus ratones respectivos, de cómo el ciclo de repite, de cómo la enajenación de Laurita no hace sino prolongar la de su madre. La riqueza de la película está en que no simplifica esa profunda tensión, no se sitúa del lado de ninguna de las dos: cuando la mirada parece favorecer las razones de Laurita, pronto la madre recuerda, en un acceso de lucidez, que la hija lo lleva todo a extremos, y no es mentira.
    La rutina y el abatimiento no sólo se perciben en las acciones de unos personajes que cuentan los botes, limpian diez veces sus espejuelos empañados, o incesantemente sacan punta a un lápiz. El código visual metaforiza en cada motivo la misma expresión de inestabilidad, asedio, peligro, zozobra emocional. El repertorio icónico de la película insiste en aquellas figuras que indican transición, condición medial, dicotomía: trenes, escaleras, espejos, continuas mudadas de la familia, desazón de la expectativa receptora en cuanto a la relación de los espacios y la luz. La descomunal fotografía del maestro Raúl Pérez Ureta retoma la ambivalencia enigmática de la pintura de René Magritte, particularmente de un cuadro como El imperio de la luz (1954), donde el día y la noche conviven en el mismo instante de realidad.[2] Así, Laurita y su madre discuten en medio de la penumbra de la habitación, y cuando se abren las puertas afuera es de día, un día más apesadumbrado que luminoso, pero día al fin y al cabo. El espectador, como los personajes, ha de extraviar los límites precisos entre la realidad y la pesadilla. Por eso también la licencia surreal de las coles en el camión o la casa, de los "comecoles" que asaltan el espacio de las dos, mientras la abuela se reporta a otra dimensión en un interminable juego de monopolio.
    El final de Madagascar sume a sus personajes en el mismo túnel del comienzo, y se invierten las condiciones: Laurita confiesa tener agudas pesadillas, pero relata sin embargo su reincorporación a la escuela; la madre en cambio dice que se tomará un descanso y que "nos vamos de viaje, para Madagascar". El relato fílmico termina perfecto en la articulación de su parábola, a lo largo de la cual se intercambian los roles y ambos personajes sienten que el otro cumple un ciclo conocido.
    Madagascar queda como el más eléctrico testimonio de unos años en que la visión del cineasta cubano tenía que ser circular, cuando el mundo se mostraba como un túnel inmenso. Sería muy tentador el estudio de los cambios, las curvas en las intencionalidades e intensidades del cine de Fernando Pérez. El contraste entre la óptica de Madagascar y La vida es silbar (1998), o la disparidad entre la ideología de Clandestinos (1987), su ópera prima, y de Suite Habana (2003), su más reciente trabajo.
    La vida es silbar obedece a un punto de vista acaso menos amargo, menos agobiado por las circunstancias. De cualquier forma, sus tres personajes principales tienen que rebasar grandes obstáculos para sentir que al menos se acercan a la felicidad, a la realización. Casi todo el cine de Pérez camina sobre la incongruencia entre un medio abyecto y decadente, y unos personajes maravillosos que no son felices precisamente por la adversidad del medio social. El director se afana en encontrar la excepcionalidad de la gente común que alimenta un proyecto polémico. La vida es silbar resulta una de sus películas donde los matices de esos personajes se encuentran mejor trabajados, mientras Suite Habana reproduce de alguna manera la concepción de Madagascar: los personajes son tan extraordinarios como infelices, lo primero por virtudes propias como la honestidad y el desprendimiento; lo segundo debido a las inclemencias del contexto. Cabe esperar que en sus próximas películas el gran cineasta que sin la menor duda es Fernando Pérez resuelva las dos limitaciones de su obra hasta hoy: la demasiada inducción de la emoción, y el contraste algo maniqueo entre los personajes y su entorno.
    He dicho en otros lugares que también por otras razones Madagascar no me parece, como a muchos, la cúspide de la poética de Fernando. Ahora quizá lo preciso: porque justo esa extrema semiotización de su narración y su imagen la convierten, a mi juicio, en una pieza muy retórica, donde la historia y la cámara existen no más que para la virtud de la puesta en escena, y sea entendido esto en el sentido menos estrecho. La vida es silbar trasciende como una película donde, a pesar de su mayor complejidad argumental y estructural, se recobra la fluencia de esa díada de narración y puesta, ya inseparable, en un todo artístico mucho más orgánico.
    Pero entre Beatles contra Duran Duran y Madagascar existe más o menos la distancia que entre Madagascar y La Habana: si el relato de Mirta cuanto más agradecía era la fresca fluidez de su voz, la película de Fernando se resiente por el exceso de retorización y conciencia lingüística. Claro, allá donde había un amago de lucidez hay ahora un mundo de penetración.
    Notas:
    [1] Mirta Yáñez: El diablo son las cosas. La Habana: Letras Cubanas, 2000 (1988), p. 95.
    [2] La Historia del Arte de Salvat comenta sobre esta pieza del artista: "El imperio de la luz (Museo Real de Bellas Artes, Bruselas), famosa obra de René Magritte que repite en 1954 una de sus metamorfosis predilectas: el día pasa a convertirse en noche. De 1950 datan sus primeras calles oscuras, iluminadas por la amarillenta luz de un farol, bajo un cielo que reluce como en pleno día. Así dos hechos opuestos, dos fenómenos contradictorios, inexplicablemente reunidos en una sola imagen visual, producen un sobrecogimiento mágico, al que no es ajena nuestra experiencia personal". En Juan Salvat: Historia del Arte, tomo 10. Barcelona: Salvat Editores, 1984, p. 32 y 33.    
              
     
                   

    (Fuente: cubaliteraria.cu)


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