Tomás Piard estrenó una película dedicada a José Lezama Lima. Tipo enigmático, resistente a las clasificaciones, tupido y fantasmagórico como sus libros, equívoco, impenetrable e inverosímil, está Lezama a kilómetros de ser un personaje fácil de biografiar.
Lezama era un acróbata de las palabras. Las cambiaba de lugar, las obligaba a saltar por el aire, a caer por el suelo. Las estrujaba o las estiraba para que exhibieran formas caprichosas y sonidos insólitos. Les extirpaba sus usos comunes y les hacía decir cosas estrafalarias. Las martirizaba, las deformaba, eligiendo nuevas combinaciones, a riesgo de que repelieran con su nuevo aspecto, de que espantaran incluso. Lezama no buscaba la belleza ni la comunicación. No buscaba siquiera la fealdad o el hermetismo. Manierista, (1) Lezama buscaba otra cosa; algo raro, caprichoso (2) y retorcido, que encontraba poniendo en tensión a las palabras. Estas sustituyen al objeto, tienen en sí mismas fuerza creadora y retuercen lo que encuentran a su paso. Por eso cuesta tanto seguirle la pista, entenderlo, incluso disfrutarlo. Un árbol torcido es atractivo no tanto como árbol, sino como forma extraña. Vale la pena demorarse a contemplarlo, porque los ojos se complacen en seguir sus líneas extravagantes, como gritos desgarradores de la forma. Pero cámbiese a todos los árboles sus troncos rectos, y se sentirá el hastío de lo descomunal, de lo incomprensible, de lo afectado y de lo feo. Lezama es el árbol torcido en el bosque uniforme. Es el árbol irreverente que elige su destino sin darle la menor importancia a la opinión vulgar. Lezama es el árbol distinto e indiferente.
Intentar reproducir a Lezama, intentar imitarlo, es evadirlo. En principio la película no trata de reproducirlo y por eso se vale de su novela y no de su poesía. Paradiso es historia, es ficción narrada. Adaptar Paradiso es evitar el inútil empeño de reproducir siempre a Lezama para explicarlo. Pero ocurre que en El viajero inmóvil no hay tal adaptación, pues no se nos narra una historia. Es más bien un punto en que se hace confluir a Lezama con su novela, para contemplarlos juntos. Paradiso es una novela autobiográfica, y he aquí el buen camino que escogió la película. Sin embargo, se detiene en la contemplación del estilo lezamiano, y en reverenciarlo.
La película está llena de cosas caprichosas. ¿Pero cómo llegar a Lezama de otra forma? Está claro. Sin capricho, sin afectación, no hay Lezama. Sin embargo, este método, que ha sido ya intentado infinitas veces por ensayistas y teóricos, ha demostrado que así solo se obtiene medio Lezama, tal vez su mitad más lezamiana, pero la menos biográfica. Al reproducirlo, al llevarlo a la síntesis, se obtiene su esencia pero se pierde el hombre, que se desfigura. Este sacrificio que se hace del hombre para obtener su esencia es la base de toda teoría. Sin esencia no hay teoría. Sin embargo, cuando se construye la teoría, se hace ineludible desteorizar, es decir, verter el descubrimiento sobre el sujeto original. Encontrada la esencia de Lezama, una vez que el hombre ha sido lezamianizado, ¡por Dios!, hay que deslezamianizarlo, porque si no, la esencia se desfigura, se esfuma y se desaprovecha. Una vez descubierto el funcionamiento espiritual del hombre, hay que ver su funcionamiento vital a la luz de lo descubierto. Hay que poner a vivir al hombre.
Lezama era un tipo raro. Hay muchas anécdotas que lo ilustran, empezando por la forma en que vivía, encerrado en su calle Trocadero con sus fantasmas. A Lezama le encantaba caminar, pero le tenía terror a los espacios abiertos. Le encantaba reunirse con sus amigos, enseñar y aprender de los jóvenes, de los inexpertos, de los «iniciados», como él les llamaba. Le gustaba impresionar a los eruditos, y para eso no le importaba valerse de exageraciones o de invenciones suyas. A la esposa de un embajador la invitó a tomar cierto té, que él le pintó como bebida finísima traída de Oriente, de sabor y olor exquisitos, cuando en realidad lo había comprado ese mismo día, porque no tenía otra cosa que brindarle, en la farmacia de su barrio. Y la mujer se fue encantada. A un ilustre señor alemán que le visitó le recitó una larga lista de escritores alemanes de segunda clase, que conocía al dedillo, y dejó boquiabierto a su visitante. Tal vez no todos eran escritores, ni alemanes, pero Lezama no concebía la existencia sin un poco de juego y de fabulación. Cuando enseñaba a sus discípulos, se convertía en un maestro riguroso, estricto y pesado. Los hacía leer una y otra vez los libros hasta que los entendían. Y pobre del que no los leyera, pues sabía que perdía automáticamente la estima del maestro. Sin embargo, Lezama fue un hombre sencillo, que vivió con lo poco que tenía. Sus libros no siempre se editaron. No tuvo hijos, aunque tal vez los hubiera deseado tener. Su asma no lo dejaba vivir, en una época en que no existían las medicinas que hoy existen para combatirla. Tuvo demasiados enemigos, más de los que un hombre como él hubiera merecido.
Se sabe sobre su vida, pero se sabe, sobre todo, porque se interpreta a la luz de sus textos. Sin el descubrimiento de la esencia lezamiana sería imposible comprender a este señor extraño, que escribió libros impenetrables y que vivió de una forma inaudita. Si se le comprende un poco más, es porque el sentido de sus textos se ha buscado en las zonas oscuras de su vida, en sus exageraciones, en el amaneramiento de sus ideas, en su forma singular de expresarse. Pero desgraciadamente esta búsqueda se encuentra regada en la multitud de textos que sobre él se han escrito. No hay un solo libro, hasta donde conozco, que nos muestre a Lezama como era, que nos traiga a Lezama hasta nosotros, pues todos se empeñan en llevarnos a nosotros hasta él.
El cine es un instrumento muy eficaz para fabricar biografías. Poco hace falta para lograrlo; tan poco, que lo que menos hace falta es solemnidad, que es el peor enemigo de las biografías. Hay que arrastrar al hombre hacia la biografía y dejarlo tras sus rejas, por muy mal que le siente. Si sale mal parado, peor para él. Mejor para los demás. El viajero inmóvil se acerca a la biografía. De hecho es más un documental que una película de ficción. Si así fuera, esa sería para mí su mayor virtud; a saber, haber renunciado al encanto de la ficción para aterrizar a Lezama en el suelo frío de la realidad. Pero la película se siente demasiado atraída por Paradiso y su realidad se vuelve fantasmagórica y muy poco fría. Siente demasiado encanto por Lezama y lo deja escapar.
De cualquier forma, fue bueno su empeño. Y mucho mejor la plasticidad, la finura con que está hecha. Sus personajes tienen vida, a pesar de haber tenido que asumir la difícil faena de vivirla en esa zona dudosa entre el documental y la ficción, entre la vida de Lezama y su libro Paradiso. De hecho, se ve el asombro en sus caras de personajes venidos de otro cuento, pero tienen vida y son convincentes al expresarla. Para hacerse oír no tienen que gritar, para hablar no siempre necesitan decir palabras, pues para eso están los ojos, que no lo dicen todo porque para eso están las palabras. Son personajes delicados y sensibles, que se mueven en su mundo sin estar frenéticamente pendientes del mundo de los demás.
Traer a Lezama hasta nosotros se convierte así en tarea pendiente para nuestro cine. El viajero inmóvil lo ha intentado y eso es ya algo valioso. Lo sorprendente es que no se haya hecho antes. El próximo paso tendrá que ser atrapar a Lezama en su viaje y pedirle cuentas.
1. Me refiero al movimiento artístico que fue antecedente e inspirador del barroco, y que fue definido por Arnold Hauser en su extraordinario libro El manierismo.
2. Caprichoso en su sentido artístico, es decir, cuando la obra de arte se sirve del ingenio o de la fantasía para romper la observancia de las reglas. Es en este sentido en el que está utilizado en el artículo.