“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

ENTREVISTA


  • Mariana Rondón: un mundo entero por probar
    Por Pablo Gamba

    Las pompas de jabón tienen mala prensa. Pueden parecerles hermosas al niño a la niña que las sopla pero son el sinónimo de lo fugaz y de lo inútil. Como son los sueños para los que no saben hacer nada con los sueños: una bella manera tonta de perder el tiempo.

    Mariana Rondón disiente. Ella tiene las pompas de jabón por todo lo alto. Al menos las valora lo suficiente como para haber dedicado siete años a la investigación de una fórmula especial que le permitiera utilizarlas en una instalación que describe como un laboratorio genético. O también un hotel industrial donde unos robots crean burbujas gigantes, en las que son proyectadas criaturas que podrían ser el resultado de las manipulaciones genéticas que ensayan hoy los científicos en laboratorios clandestinos.

    No menos en secreto dice haber trabajado durante 10, 15, 20 años en la gestación del proyecto que acaba de concluir, no en las artes plásticas sino en el cine, y que se mostrará al público a partir del 7 de septiembre. Cristalizada en el caldero alquímico de la animación y la manipulación electrónica del color, la película trata de los dos alborotos más trascendentes en la Venezuela de los sesenta –el estallido del pop y las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional– y es una historia familiar y de acción, relatada desde la perspectiva de una niña que nació en aquella época. Postales de Leningrado es una cinta que tiene agitados también a muchos de los pocos que han podido verla anticipadamente, incluso a los críticos.

    —¿Cómo fue su acercamiento personal al tema de las FALN?
    —De alguna manera, la historia de Postales de Leningrado es mi historia, la de mis primos y la de mis amigos más cercanos. Digamos que yo no tenía cómo acercarme; no tenía más remedio que vivirla. Es la historia de mi familia.

    —Usted hizo anteriormente otro largo, A la medianoche y media (1999), además de varios cortometrajes. ¿Y por qué se decidió a contar esa historia ahora?
    —Es que justo ahora no es. Ese es el detalle. Ahora es que he logrado terminar este proyecto, pero es un proyecto en el que estoy trabajando desde incluso antes que A la medianoche y media. Antes no me sentía preparada para hacerlo porque no era capaz de incorporarme a la historia y, por supuesto, la historia no fluía. Creo que no había hecho el recorrido de un artista. No me sentía lo suficientemente sólida para involucrarme, incluso hasta por pudor. ¿Cómo hablar de mí misma? Me costó mucho llegar a la convicción de que tenía que estar en la historia de alguna manera, y no había otra manera de que yo pudiera entrarle si no la contaba desde mi voz más personal.

    Desde que yo recuerde estoy ensayando cómo contar esta historia. Desde que me gustó la idea de que podía contar historias le he contado a todo el mundo estas anécdotas. Las he contado hasta de adelante para atrás, siempre probando cómo funcionan mejor, cómo a la gente le llaman más la atención, cómo crean más suspenso. Lo he hecho toda mi vida. Alguien me preguntaba si no es oportunismo de mi parte contarla ahora. Y yo le respondo: “Sí, cuando yo tenía tres años preví lo que está pasando ahora. Entonces, tenía que ponerme pilas para que me pasaran esas cosas y poder hacer una película”. Yo no planifiqué eso así.

    —Paralelamente a Postales de Leningrado hizo un documental titulado Los hijos de la guerrilla.  ¿Por qué se decidió a contar la historia por estas dos vías?
    —El documental surgió en medio del rodaje. Me puse a conversar con la gente que me estaba ayudando y me di cuenta de que son todos hijos de ex guerrilleros y que había un vínculo y un placer de contar lo que estábamos contando. Y los empecé a entrevistar, quizás también por el pudor: ¿por qué estoy contando mi historia si hay muchos que tienen historias? A lo mejor no coinciden conmigo, a lo mejor no les pasó lo que me pasó a mí. Además, nunca habíamos empezado a hablar, y a la mayoría ni los conocía. Empecé a buscarlos, y a entrevistarlos y a saber que pasaba. Porque si yo estaba contando esto tenía que darles la oportunidad de que hablaran. Muchos de ellos nunca lo habían hecho. Era algo que estaba callado, en secreto.

    —¿Por qué cree usted que en la Venezuela de 2007 la gente podría tener interés en conocer la historia de las FALN?
    —De verdad yo no sé si estoy contando la historia de las FALN. La gente puede tener interés por saber de dónde viene, qué es lo que pasó atrás. Pero esta es una historia muy personal, de relaciones familiares. Es también una historia de personas en riesgo y las salidas que tienen. Cómo asumen vivir la vida.

    —¿Cómo se vive la vida en riesgo?
    —Con miedo. De eso va mi película: del miedo. El miedo a distancia, que es el miedo original. No de ahora. Ahora le tengo miedo a responder las preguntas de los periodistas.

    —Hagamos un rodeo, entonces, y pasemos a otra pregunta: ¿por qué contar una historia de guerrilleros en un lenguaje pop?
    —Porque estoy hablando de los años sesenta también.

    —Pero en los años sesenta las historias de los guerrilleros no se contaban así. Era a través de documentales...
    —Hay un documental dentro de la película. Los guerrilleros están en un documental que filma un gringo. La única forma como yo he visto guerrilleros en mi vida ha sido a través de documentales. Yo no pude ir a las guerrillas. No estaba ahí.

    Para mí era muy importante la época. Estamos hablando del año 1966. El estallido del 66 fue un estallido político, pero también un estallido en las artes. Ese es el momento de Glauber Rocha, de Godard, del cómic. No sabe todas las referencias gráficas que trabajé. No paraba. Estaba todo, Rauschenberg, el collage. Todo eso existía también aquí, en Venezuela, y casualmente también estaba mi familia vinculada a eso. Aquí se hizo Imagen de Caracas, un proyecto que para la época era supernovedoso: 41 pantallas volando. No se hizo nada parecido a eso después, más nunca, a ese despliegue, no sólo de tecnología sino también de creatividad. Todo eso está vinculado.

    —No se podía contar la historia de otra manera.
    —Yo no la podía contar porque pasaba por situaciones como algunas que están en la película pero al mismo tiempo iba a Imagen de Caracas, veía  El submarino amarillo. ¿Por qué yo me iba a privar de todo lo que estaba pasando? En el registro de mi cabeza estaban al mismo tiempo El submarino amarillo y las guerrillas, y saber que mis padres corrían riesgo, o mis abuelos, o los padres de los otros o que había gente muriéndose. Todo forma parte de esa misma época; no hay una cosa por un lado y otra por otro.

    —¿Cuál es el aporte de las artes plásticas en su cine?
    —Lo ando buscando desesperadamente. Definitivamente, adoro las artes plásticas. Es algo de lo que yo pretendí escaparme y, sin embargo... Adoro la cámara, pero también adoro las máquinas, adoro los circuitos, el concepto de la ingeniería como magia. Que es capaz de animar, de crear un ser vivo. Eso me fascina, y lo estoy trabajando muchísimo.

    —¿Cree que su cine es un cine de artista plástico?
    —No, creo que mis artes plásticas son de un cineasta.

    —Usted estudió animación en Francia. ¿Por qué no prosiguió por esa área?
    —Porque creo que me gustan los seres humanos. En el fondo yo no quiero que me dejen sola, quiero estar con todo el grupo.

    —¿Cómo ve Postales de Leningrado en relación con el cine que se hace en Venezuela en este momento?
    —No la compararía con nada porque creo que las que están surgiendo, afortunadamente, son voces independientes. El cine, desde donde yo lo veo, es un arte, y en la medida en que son arte, todas las películas tienen que ser diferentes, no deberían parecerse unas a las otras. Lo que me parece importante es que exista la diferencia en el cine. Eso es lo único que nos puede hacer existir como cinematografía: que sean reconocibles las películas. Eso es lo que me importa como autora, que digan “Es Mariana Rondón. Ahí están los trazos, ahí hay una manera de contar, una manera de ver, una manera de filmar, una manera de dirigir actores, una manera de asumir la técnica”. Eso es lo que tiene que marcar a cada cineasta.

    —¿El cine venezolano debería ser la consolidación de voces individuales?
    —Como todo arte.

    —¿Y cómo asume el aspecto comercial del cine?
    —So yo tuviera que hacer algo, única y exclusivamente para la taquilla, me dedicaría a otro oficio. Pensar que este país no tiene derecho a que la gente haga algo que vaya más allá del resultado comercial, me aterraría. Yo tengo la convicción de que el único objetivo no es el dinero, pero sí que la gente lo vea, y estoy haciendo este esfuerzo inmenso para ello. Imagínate si Glauber Rocha hubiese tenido que pensar en ser comercial, o Antonioni. Hace poco estaba viendo una exposición en la que había un cuarto donde en las cuatro paredes había escenas de Zabriskie Point. Era una emoción...

    —Claro, una avioneta pintada, un montón de gente haciendo el amor en el desierto, ¿quién no quisiera ver eso?
    —Pero de repente esa estructura a alguien no le parece comercial, y hay que privarse de eso. El problema está en quién decide. ¿Zabriskie Point? Cualquiera diría que eso es un batacazo de taquilla. Sólo hace falta alguien audaz que la programe como eso. La programe para que quien quiera ver una cosa u otra tenga la posibilidad de verlas.

    —¿Cómo fue el proceso para plasmar el pop en la película?
    —Yo pensé la película con todo eso del pop, del cómic, del rasgado, la intervención gráfica. Sabía que era técnicamente posible hacerlo y que yo lo iba a poder a poder lograr, pero no sabía cómo. Yo filmé, y después vino todo un proceso de investigación y de pruebas. Probé en México, probé en Venezuela. Después conseguí a través de México escanear parte del material, manipulé el color de toda esa parte. Trabajé con una gente en Argentina que trabajaba directamente con el laboratorio, y ahí pudimos empezar a hacer pruebas en 35 mm. Pero para terminar ahí tuve que dar una vuelta, ir haciendo pruebas. Era una búsqueda, no un proceso de “Métele dos rayitas ahí”. No, eso no es así, y afortunadamente no es así porque tiene que haber placer. En algún momento tiene que haber placer, y es ahí donde está. Fue un recorrido de investigación tecnológica, un trabajo muy técnico que, para mí, cada vez es más el lugar creativo.

    —¿Podría mencionar una secuencia en particular como ejemplo de esa búsqueda?
    —El documental. Para mí hubiera sido muy fácil virar a blanco y negro, y apegarme a una convención. Documental: blanco y negro. Nada más, se acabó, vámonos. Es más, yo estuve a punto de irme a blanco y negro. Trabajé un primer color con Edgar Flores, que es un especialista en colonización de época, en restaurar películas, que trabaja en TVI, en México. Ahí empezamos a buscar un color que estuviera un poco desaturado, como el blanco y negro, pero que también rescatara los azules y los violetas de una película gastada, de época. Y a su vez hicimos correcciones internas. El documental va cambiando,  comienza como tal pero, cuando la niña interviene, el color se transforma en el color que quiere la niña, porque es ella la que manipula todo. Esa posibilidad de ir manipulando cuadro a cuadro, de ir cambiándole los colores a una toma, que al comienzo tiene un color, en el medio tiene otro color y al final tiene otro me pareció el punto de la magia. Hicimos ese trabajo, y de ahí me fui a Argentina. Allí trabajé con Ignacio Gorfinkiel, el animador, quien a su vez trabajó con 12 personas. empezamos a buscarle una personalidad a cada uno de los trabajos de imagen. Los animadores se comenzaron a comportar como actores también. Ellos manejaban algunos personajes de la película, manejaban el pop. Fuimos como buscando la personalidad de cada uno de los que trabajó en esa posproducción para poderle darle personalidad a las animaciones.

    —¿Estamos entonces en la época en la que el cine es como la paleta del pintor?
    —No sólo como la paleta del pintor, es muchas, muchas cosas más. Por ejemplo, hay una trilogía de Peter Greenaway, Las maletas de Tulse Luper, que son tres películas, una página web... No es que vaya a hacer una peliculita para ver cómo le va: eso es un proyecto de verdad. En esas tres películas están usadas absolutamente todas las tecnologías. Después de él se puede hacer cualquier cosa, porque es un artista que decidió probar hasta las últimas consecuencias lo que tiene en las manos. Yo acababa de terminar la primera colonización cuando vi la primera de esas tres películas de Greenaway, y una vez más Greenaway me voló la cabeza: “Qué pacata eres, qué elemental, qué retrógrada. Debes probar mucho más allá”. Hay un mundo entero por probar. Limitarse es la peor torpeza que puede hacer un ser humano.

    —¿Qué se propone hacer en cine después de Postales en Leningrado?
    —Estoy ahora repartida entre una instalación que estoy preparando y la distribución de la película. Ahora bien, en mi vida, en mi vida, lo que yo quisiera realmente ser es genetista.

    —¿Por qué?¿Por qué le gustaría ser genetista?
    —Me parece que el espacio creativo en estos momentos de verdad está en las ciencias y, sobre todo en la genética. Yo comencé a hacer mis burbujas y todo eso porque para mí es tarde para estudiar genética. ¿Qué es lo que están haciendo los genetistas ahora? Están creando el ser del futuro, están haciendo las combinaciones. Me puse a hacer ese proyecto porque me enteré de que estaban desmantelando laboratorios caseros donde no estaban creando clones, estaban creando, de carne y hueso, a los seres mitológicos. La ingeniería genética es el espacio creativo. Lo que ha tratado de hacer la humanidad en pintura y escultura, ahora lo vamos a hacer en genética.

    —¿Usted cree que el artista del siglo XXI es el doctor Frankenstein?
    —¡Por supuesto! Piense en Metrópolis. Explíqueme dónde está la imagen de un robot. Es el modelo de Metrópolis. Ahí está la imagen que están buscando los científicos. El arte lo soñó para que los científicos vinieran después. El arte sueña futuros, y después vienen los científicos y los crean. Y si yo puedo ser artista y soñar, y al mismo tiempo ser genetista y crear, sería perfecto.

    —Podría crear a las personas tal como quiere.
    —Claro. Pero también me gustan los accidentes genéticos. Pueden ser interesantes. Ese es el primer acto creativo: un accidente.

    —Entonces su próximo proyecto de película podría ser una mezcla de Frankenstein con La parada de los monstruos.
    —No, creo que tengo otros proyectos antes que ese.

    —Por ejemplo...
    —Me encantaría hacer un ser inspirado en algo que nunca pude tener, que son esos zapaticos con rueditas que usan todos los niños. Eso va a cambiar las perspectivas: el cine, las películas, de ahora en adelante no van a ser iguales. Porque, aparte de que los niños van a tener atrofiada la musculatura de las piernas, también van a ver la vida a otra velocidad.

    —Van a verla en un travelling.
    —Ellos vienen con el travelling incorporado. El travelling va a ser superado. No va a hacer falta poner el dolly. Estoy tratando de crear personajes que vayan así o que se muevan así. Ese es un proyecto de artes electrónicas que estoy tratando de desarrollar.

     


    (Fuente: angelfire.com)


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