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De la globalización de la economía a la globalización de la cultura
Por Octavio Getino
Convengamos inicialmente que los proyectos de globalización que las naciones y los intereses económicos y financieros más poderosos de nuestro tiempo quieren instalar sobre todo el planeta, representan apenas una variante perfeccionada de lo que a través de la historia han sido las políticas hegemónicas o de dominación, conocidas desde siempre como imperiales, coloniales, neocoloniales u otras calificaciones de parecido significado. A fin de cuentas no han pasado tantos siglos desde que los portavoces del emperador Carlos I de España –o Carlos V de Alemania, según desde que lugar se lo mire- pregonaban la existencia de un poder “en cuyos dominios nunca se ocultaba el sol”. Un sueño que hoy resucitan algunos mandatarios imperiales, por todos conocidos, aunque tal vez, con menores consensos que aquel emperador.

La globalización actual introduce sin embargo situaciones nuevas que inciden, como en ningún otro momento de la historia, en la economía y en la vida integral de las naciones, sea cual fuere el sistema político que ellas representen. La concentración de la riqueza en territorios y sectores sociales cada vez más reducidos, así como en la exclusión creciente de la mayor parte de la humanidad de sus más elementales derechos humanos, son uno de los resultados de dicho proyecto, como lo dan cuenta los datos sobre pobreza y riqueza y la violencia social experimentada en la mayor parte del mundo todos los días.

Esta faceta dominante de la globalización –que a su vez genera, necesariamente, otra globalización resistencial de carácter contrario- es fácilmente advertible cuando se recurre a los números y a las estadísticas, ya que opera principalmente sobre los recursos tangibles del planeta, aquellos que se pueden medir, pesar o contar, sean ellos cifras de inversiones, rentabilidad, empleo, medio ambiente y todo lo relacionado con la realidad visualizable que nos rodea.

Naturalmente, un modelo de control y/o dominación del espacio material planetario como el que está en curso, requiere, como ha sucedido siempre, de una labor simultánea de hegemonización y, de ser necesario, de dominación ideológica y cultural que lo imponga o lo legitime.

Tampoco han pasado tantos años desde que el Visitador Areche, ordenó descuartizar en el Cusco a Gabriel Condorkanqui, más conocido como Tupac Amaru, y a buena parte de sus familiares y compañeros, haciendo salar y arrasar todo lo que tuviera que ver con sus viviendas, trajes, trompetas y memorias, con el fin de que, a partir de entonces, se impusiera a los indígenas, definitivamente y con más vigor que nunca, el uso de las escuelas para que estos pudieran –cito textualmente- “unirse al gremio de la Iglesia Católica y a la amabilidad y dulcísima dominación de nuestros reyes”.
Proyecto de hegemonía cultural y educativa, que nunca ha sido atributo exclusivo de una determinada nación o de algunos intereses sectoriales, sino que fue el mandato erigido por todas aquellas grandes potencias que aspiraron, como hoy lo siguen haciendo, a imponer sus designios sobre los demás. Porque, a fin de cuentas, toda política de dominación no es otra cosa, para aquellos, que la continuidad de la guerra con otros medios, razón por la cual, no es suficiente vencer sino con-vencer, o lo que es parecido, resignar el alma, el anima y el ánimo de los vencidos –es decir, su esencia- con la convicción de que toda resistencia ya no tiene sentido.
La tentativa de globalización cultural, educativa, comunicacional e informativa, tan antigua o más que la Pax Romana, remozada en nuestros días, sigue siendo entonces una de las variables más poderosas e indispensables para legitimar el poder de dicho proyecto, para proyectar una empresa geopolítica de rediseño global mundial que deja empequeñecidos a los césares romanos.

Ahora bien, las posibilidades de una globalización de la cultura no parecieran tener el éxito relativo que ya experimentaron en otros campos, como los de la economía, las finanzas, la tecnología y las manufacturas industriales, por ejemplo. No será de ninguna manera fácil ni de corto o mediano plazo estandarizar o uniformizar imaginarios colectivos, que han sido construidos y sedimentados a través de muchos años en experiencias históricas y sociales intransferibles. Lo cual puede implicar, como reacción, resistencias de distinto tipo, racionales o emocionales, científicas o místicas, destinadas todas ellas a confirmar la cultura propia como si ella fuera, tal como es, la esencia de la propia vida.

Tal vez por ello, la dominación de la cultura general de un pueblo no figura explícitamente en la agenda de quienes aspiran a un rediseño global del poder mundial. Antes bien, la coexistencia con determinadas manifestaciones de dicha cultura, puede rendir también sus frutos, como lo prueban muchos diseños de la producción mediática, publicitaria, cultural y de entretenimiento de las IC más poderosas. Es sabido también, que buena parte de las actividades y servicios culturales de los países periféricos, como son los nuestros, tienen el reconocimiento y el apoyo de gobiernos del primer mundo, de prestigiosas fundaciones y de grandes compañías transnacionales. En este sentido, no pareciera existir contradicción alguna entre el hecho de fabricar bombas atómicas tácticas o misiles letales y, propiciar junto con ello, exposiciones de arte, conciertos musicales, becas a intelectuales y artistas, publicaciones de arte, preservación de parques nacionales, modernización de museos y bibliotecas, puesta en valor de ruinas arqueológicas, eventos de “alta cultura” o mega-espectáculos populares.
Fuente: Pensar Iberoamérica. Revista cultural. No 4: www.oei.es/pensariberoamerica
Más información en:
www.oei.es/pensariberoamerica/ric04a05.htm
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