CRÍTICA



  • Club sándwich, adolescente ese gran bebé gigante
    Por Candelaria Barbeira


    Club sándwich es el tercer largometraje del director mexicano Fernando Eimbcke y, a la vez, el tercero que presenta en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En la 21° edición se llevó el premio a la Mejor Película Latinoamericana con su ópera prima, Temporada de patos, en 2008 volvió con Lake Tahoe y este 2013 participó en la Competencia Internacional con Club sándwich, galardonada en San Sebastián en el rubro dirección.

    Antes de comenzar la función, María Renée Prudencio, protagonista del filme, se encargó de aclararle al público presente que Club sándwich es una variedad de sándwich que a todas luces encaja en lo que conocemos como comida chatarra: alimentos con mucho colesterol y pocos nutrientes que los médicos y las madres no recomendarían; Marc Augé diría: la no-comida típica de los no-lugares. Sin embargo, la película no trata de sándwiches (menos todavía de los no-lugares), como las anteriores no trataban de patos ni de lagos. Las tres obras de Eimbcke (y con Club Sándwich se ratifica la sospecha de que el apellido sostiene un estilo) forman una trilogía cuyo vértice es esa etapa turbadora que carga con un nombre no menos turbador: la pubertad.

    La historia comienza así: Paloma (María Renée Prudencio) y Héctor, su hijo (Lucio Giménez Cacho), se van de vacaciones fuera de temporada a un hotel prácticamente vacío. Se ponen protector solar uno a otro, toman sol, escuchan música, se tiran a la pileta, miran televisión, comen, duermen, se desvelan: comparten una sincronización perfecta en la rutina del ocio. Ella es una madre del tipo “copada”: escucha Prince (porque “es sexy”), juega a piedra-papel-o-tijera y cuando gana festeja con el famoso gesto rockero de la mano haciendo cuernitos. Héctor tiene un pie en la niñez y otro en la adolescencia: aún no usa desodorante, le está apareciendo un bigote incipiente y todavía encuentra agradable pasar el tiempo libre con su mamá. Hasta que conoce a Jazmín (Danae Reynaud), una chica de dieciséis años que viene a catalizar su despertar sexual, interrumpiendo la relación simbiótica de una madre joven con un hijo que abandona la infancia.

    Uno de los aciertos de Eimbcke, sobre todo en las dos últimas películas, es eludir la moraleja por medio de elipsis o metáforas, con objetos o escenas que simbolizan el viaje interior de los personajes, en este caso el bronceador, pero antes el auto de Lake Tahoe y el cuadro de Temporada de patos. El guion de Club sándwich modula su equilibrio entre el laconismo de los diálogos y la expresividad de las acciones, que pintan a la perfección los pequeños gestos de complicidad de los que están hechas las relaciones entre amigos, entre hermanos, entre chicos que se gustan, entre madres e hijos. Por su parte, la cámara frecuenta los planos fijos y morosos, acompañando la languidez e incertidumbre de los personajes. Este hincapié en lo formal se salva de caer en lo solemne gracias al sentido del humor, principal amigo de las circunstancias y enemigo de la pompa. El humor, en vez de limitarse a la ocurrencia verbal, se apoya en las situaciones y en la sutileza gestual de los actores y resulta un éxito comprobado en la respuesta del público.

    Club sándwich no es, ni intenta ser, una película para adolescentes, como lo son Crepúsculo o Los juegos del hambre. Es una película sobre adolescentes, que afortunadamente toma distancia de los relatos iniciáticos al estilo indie-hollywoodense de Ginger & Rosa (2012), The perks of being a wallflower (2012) o los últimos intentos de Sofía Coppola por mantenerse a su propia altura, como Somewhere (2010) y The bling ring (2013): “niños ricos que sufren tristeza”. A decir verdad, la inmensa mayoría de los adolescentes no entra a robar prendas de Versace a la casa de los famosos ni lidia con paparazzis. Por otro lado, las personas suelen esconder todo registro fotográfico de su paso por la pubertad, porque la realidad no se parece mucho a la belleza aséptica de Emma Watson o las hermanas Fanning.

    Aunque puede suceder, no es frecuente que las chicas de catorce se conviertan en concubinas de los padres de sus amigas; y, a pesar de que más de uno vivió una situación traumática en aquella época, raramente se congregan tantos episodios de abuso, oscuridad y muerte como la pantalla grande pretende mostrar, como si quisieran condimentar una etapa de la vida que es insulsa para todos menos para los que la viven. La adolescencia está más bien habitada por el tedio de los tiempos muertos de los domingos, los cortes de luz, las esperas, las vacaciones. Esos momentos a los que algunos espectadores les exigen adrenalina, y si no se las dan, se quejan de que no pasa nada, porque no entienden lo que pasa.

    A la vez, esta es una película sobre adultos que alguna vez fueron chicos y chicas rebeldes, y que por eso mismo creen que van a entender a sus hijos cuando entren en la adolescencia: así como existe una ingenuidad representativa de la juventud, hay otra propia de ser adulto: por más cool que sean o crean ser los padres, a veces les cuesta dejar de ver a sus hijos como “bebés gigantes”. Club sándwich es entonces una historia de aprendizaje: de cómo saltar el cerco familiar, de cómo dar un paso al costado cuando los hijos crecen, de cómo aprender a ponerse bronceador en la espalda uno mismo. 

    Algunas películas se justifican (a menudo solamente) por la banda sonora. Aunque las de Eimbcke suelen prescindir de la música incidental en favor del sonido ambiente, no se puede sino destacar el papel de la música en ellas, no como acompañamiento sino como cadencia, en la repetición y variación de escenas y planos que funcionan a modo de loops narrativos (hay que recordar su trabajo en videoclips para bandas como Plastilina Mosh o Molotov). Pero, además, la música es parte integral de la personalidad de los protagonistas. Paloma cree que Jazmín es una chica “rara” porque no le gusta la música, cuando en realidad lo que no le gusta es el rock. En Lake Tahoe el personaje de Lucía, fanática de Las Ultrasónicas, Jessy Bulbo y Rata Blanca, cantaba: “No tengo tiempo para nada / que no sea lo que / me venga en gana / no soy del tipo / que se la vive angustiada / nah / nah”. A veces, el manual de instrucciones para la vida no se encuentra en las notitas que dejan los padres arriba de la mesa, llega desde los auriculares.


    (Fuente: Letraceluloide)


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