“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

ENSAYO
  • Caetano: Imágenes de la revuelta
    Por Ana Amado

    Sobre el estallido social, económico y político institucional argentino no hay relatos con dirección única. Proliferan en cambio distintas narraciones que, en su variedad y aún en sus divergencias, guardan el mérito de sustraer imágenes y escenas del compás epiléptico de la crisis. Y también de restablecer alguna brújula temporal para las conmociones de una sociedad que debió vivir, en el paisaje de la frustración democrática, otra vez el acontecimiento de la muerte.

    Distintos lenguajes estéticos abrevan en esa realidad, la crean y recrean con diversos recursos de representación y una parte sustancial de la conciencia crítica circula, precisamente, a través de producciones que –cualquiera sea su lenguaje o soporte-, se hacen cargo de modo creciente del vínculo siempre complejo tendido entre arte y política. En ese sentido, y en el clima actual de “enrarecimiento” social, distintos productos de la cultura argentina más reciente devuelven, de modo directo o desplazado, interrogantes perturbadoras que aluden a la pérdida de certezas, al extravío de los lazos de relación entre presente y pasado y, al mismo tiempo, a la necesidad imprescindible de su recuperación. El teatro y las artes visuales son los campos que se ocuparon con mayor persistencia de trasladar la realidad arrolladora a imágenes directas o alusivas. Las ficciones del cine y la literatura lo hicieron en una proporción menor, a diferencia de sus variantes documentales o testimoniales, dedicadas a registrar los avatares de los histórico y lo social.

    Cada lenguaje o soporte dirige sus esfuerzos a encontrar figuraciones construidas sin una dirección precisa entre novedad y tradición, o indecisas entre la zozobra de las pérdidas y el optimismo del sobreviviente, pero eficaces para condensar los materiales extraídos de un paisaje en ruinas. Estas imágenes tan emblemáticas como insistentes suelen traducir un imaginario ligado a una condición física y psíquica minada por el agobio y la fatiga –es el caso de los millones de excluidos, reducidos al desamparo y a condiciones límite de sobrevivencia-, pero igualmente dirigida al reclamo y a la revuelta. A la vez, imágenes y ficciones no dejan de captar las nuevas tendencias -sobre todo entre los remilgados sectores medios argentinos, repentinamente despeñados al abismo hacia el final de la década-, de identificarse con el “otro” en las figuras del margen, como ejercicio de reconocimiento y solidaridad.

    El glamour del borde

    Las imágenes mediáticas armaron y desarmaron cotidianamente los pliegues reales y figurados de ese país nuevo, con una visibilidad franca y repentinamente abierta hacia la presencia y la palabra de los excluidos, a las zonas ya sin límites precisos de los márgenes, a las nuevas voluntades dispuestas a rastrear otras certidumbres de la política. Casi indistinguibles de los relatos tejidos cada día por la actualidad informativa, algunas ficciones de producción nacional en televisión añadieron a la vez sus propios rasgos al mapa de lugares y trayectos que suele designarse como realidad. Abiertas a la coyuntura, estas ficciones utilizaron esa confusa amalgama como fuente documental, motor narrativo o semillero de metáforas para poner en curso una estética de la emulsión, de la “precipitación” de elementos en el doble sentido, el de extenuación de la mezcla (de géneros, de clases sociales, de territorios, de cuerpos) y a la vez el de aceleración temporal de sus efectos.

    Las producciones más representativas, Okupas (2001, Canal 7)1 , de Bruno Stagnaro y Tumberos (2002, América TV) 2 de Adrián Caetano construyeron una narrativa contundente en la que el trastorno social aparece referido desde distintos registros de decadencia individual y colectiva y desde la geografía cada vez más imprecisa de los márgenes. Y si el declive material, el desamparo y la violencia lumpen encuentran antecedentes en Pizza, birra y fasso (1996) película de Stagnaro y Caetano que estuvo en los albores de la nueva etapa del cine argentino independiente, estos temas fueron retomados de modo inédito entre las ficciones producidas por la televisión en su etapa más reciente.

    Ambas series, Okupas y Tumberos, señalan en el título a quienes las protagonizan, ocupantes ilegales de propiedades en un caso, habitantes de cárceles (“tumbas”, en la jerga orillera) y anticipan paisajes, lugares, acciones y espectáculos cumplidos fuera de la norma o de la “civilización”. En común también adoptan la elección narrativa de introducir una figura mediadora en el viaje iniciático por los códigos del arrabal, un personaje de clase media que en el trayecto hacia esas comarcas no tan lejanas donde habita “el pueblo”, debe despabilarse y perder los hábitos blandengues de habitante de otro mundo como condición de sobrevivencia. Un joven estudiante sin estudios ni trabajo en Okupas, un abogado exitoso y mediático, remanente de la juerga menemista en Tumberos, cubren respectivamente idéntico rol de extranjeros que en algún punto de su travesía encuentran el reflejo inesperado de su situación.

    El encuentro de los viajeros con el otro popular en espacios y escenas amenazantes en su propia extrañeza, ofrece un flanco necesario de identificación, de algún modo clave para la respuesta incondicional de los espectadores lograda por ambas obras, que al igual que las narraciones infantiles son programadas por los canales a repetición3. Un consenso ligado en parte al fenómeno de la atracción generalizada hoy por lo marginal traducido en estéticas o “estilo” (hablas, vestimentas, peinados, música, conductas), como manifestación de la idea del compromiso juvenil con la periferia que comienza por la adopción de su apariencia y continúa con la expectativa de obtener allí algunas respuestas existenciales. Podría decirse que las dos figuras de culto señaladas por Sylvia Molloy en la cultura argentina de fines del Siglo XIX, el viaje, los cuerpos, son retomadas y puestas al día en estas versiones más rústicas del nuevo milenio4. En las nuevas “políticas de la pose” los cuerpos marginales se leen –y se presentan para ser leídos- como declaraciones ideológicas, políticas y simultáneamente culturales.

    Pero las visiones que cada una de estas series proponen del submundo hasta hace poco ignorado de la pobreza, no caben por igual en esa interpretación. En cierto sentido, Okupas concede a aquellos parámetros descriptos con imágenes más apegadas al verosímil realista y enlazadas narrativamente desde la idea del itinerario como aventura, con encrucijadas que dejan lugar a la opción y por lo tanto a cierta percepción de un regreso posible. En la propuesta de Tumberos, en cambio, los signos de la marginalidad integran una escena global, sin orilla salvadora, como condición tentacular que abarca por igual territorios y personas que viven a uno y otro lado de la frontera en idéntico desconocimiento de toda norma.

    Así como Lucrecia Martel en La ciénaga (2001) encierra y engrana los rasgos de la decadencia dentro de muros domésticos que remedan cárceles, las imágenes de Caetano, no menos somáticas, transcurren literalmente en un interior carcelario ruinoso, poblado por hombres en condiciones infrahumanas de existencia. A través de ellos y por la condensación extrema de situaciones de penuria o furor, es que la cárcel de Tumberos, obra finalmente como una sinécdoque del país y de su funcionamiento social. Incluso aquellos pasajes de la trama en donde los hechos establecen una relación con el afuera (las líneas de la traición que enlazan riqueza, política, mafia, farándula y brujería; las líneas de supervivencia y solidaridad de las familias desamparadas de los presos), llevan a inferir sin mucho esfuerzo algunos signos del estado general de la sociedad.

    Pero las imágenes de Tumberos no apuestan ni a la alegoría ni a volver sobre un “estado de las cosas” social, sino a ser ellas mismas la anticipación y el comentario de hechos y de sucesos irreductibles a ser mostrados, salvo por aquello que los desborda en sus causas, en los afectos y hasta en los efectos de realidad. Una elección recurrente en las películas de Caetano en las que la sociedad está exiliada de la pantalla, o aparece representada en todo caso a través de las víctimas que pagan siempre un precio, ya sea cuando interactúan con sus reglas o cuando las transgreden. Esas víctimas protagonizan su primer mediometraje La expresión del deseo (1997), aparecen en Bolivia (2001) , en Un oso rojo (2002), antes en Pizza, birra y fasso (1996), y en cada caso hacen sistema con la geografía que los rodea y contiene. Podría decirse que Caetano ajusta la cámara a la edad roselliniana para acompañar la deriva de sus personajes por las estaciones de tren o más allá de las terminales del colectivo, por el país del segundo cordón bonaerense, de las fábricas cerradas, de desocupados, lúmpenes y prostitutas (de hecho, las prostitutas son las estrellas de la nueva serie televisiva de Caetano, Disputas, actualmente en programación). Recupera estos mundos desde una modernidad cinematográfica que consiste menos en los tiempos del montaje, que en la libertad de su registro y en la verdad de los cuerpos en su lugar.

    Entre presos y guardianes

    Con trazos elípticos, la historia de Tumberos se desarrolla entre dos búsquedas: la que emprende una abogada novata para conocer la verdad sobre el crimen adjudicado a Ulises Parodi, el protagonista; y la que él mismo acomete en la cárcel para penetrar sus códigos feroces y moverse entre quienes alguna vez envió a ese mismo lugar en nombre de la ley. Esa doble búsqueda motoriza un relato marcado por la violencia latente o desbordada en un lado y otro de las acciones, aunque al final éstas demuestren que los secretos del poder encierran consecuencias tanto o más letales que cualquier otra. Una certidumbre que por antigua o recién adquirida termina por exceder el planteo original de la trama – un crimen, una condena al parecer injusta – y lleva a anudar todos los sentidos alrededor de los intercambios entre reclusos. Al contrario del personaje homérico, el viaje de Ulises Parodi no tiene trayectoria ni etapas que superar. Cada movimiento le permite sólo avanzar en círculos descendentes hacia el infierno, en conflicto primero y en solidaridad después con los códigos bárbaros, con el Otro en estado puro. En la confrontación entre el mundo cultivado con lo primitivo y lo salvaje hay una continuidad con La cautiva, el relato de Esteban Echeverría que Caetano adaptó antes para televisión5. A partir de fragmentos del original literario que desde la voz del indio hablan de esta oposición brutal, eligió condensar ese universo en el choque antagónico entre forajidos actuales ( en lugar del malón indígena) y los rehenes arrancados por éstos de su tranquilo mundo familiar, contienda que Caetano resuelve del mismo modo expeditivo que en Tumberos, cuando las fuerzas “del orden” eliminan a sangre y fuego a todos por igual.

    A través de los ojos del recién llegado, el infierno (como en la visión general de un cuadro de El Bosco, o a semejanza de la explosión interior que hace estallar los cuerpos y los rostros de Bacon) adquiere relieves y matices: con el Mal y el Bien indistinguibles en cada personaje la contradicción entra en escena. Entre antagonismos, pactos y alianzas se traza en ese “otro lado” las huellas de un discernimiento que la misma representación convierte en un saber: el salto del abatimiento a la rebelión, el del cansancio a la resistencia.

    La elección de arrancar de la representación un saber –un concepto, una idea que está detrás de los hechos mismos- forma parte del régimen con el que Caetano registra los márgenes. A pesar de la brutalidad de sus escenas nada es concreto, sino construcciones visuales. A fuerza de artificio -con los géneros narrativos y con las mismas imágenes como sucede en Un oso rojo, por ejemplo- toda ferocidad pierde su espesor inmediato para alumbrar algo semejante a un reconocimiento o a una percepción.

    Lo que a primera vista en Tumberos parece obedecer a una muestra excesiva de contundencia realista, es organizado por Caetano como una suerte de “abstracto” visual y narrativo en el que prevalece la discontinuidad, la fragmentación. (Un montaje por fragmentos no se adhiere necesariamente a la estética del videoclip como se mencionó acerca de esta serie. Bresson: “La fragmentación es indispensable si no se quiere caer en la representación. Ver los seres y las cosas en sus partes separables. Aislar esas partes. Hacerlas dependientes a fin de darles una nueva dependencia” )6. En la organización de Tumberos prevalecen además los desencuadres, los ángulos insólitos, la inestabilidad, la ausencia de vínculos narrativos, porque los planos y escenas que se suceden en una cadena tácita, sin lazos de subordinación, no organizan otra cosa que una fábula inconclusa en la que el acontecimiento queda fuera de la representación.

    Gótico del desecho

    El realismo del medio histórico, geográfico o espacial es traducido por Caetano por medio de sus excedentes más oscuros y pulsionales. Están las locaciones de la excárcel de Caseros, actores (incluso presidiarios reales) que interpretan todas las gamas de afectividad extrema: ira, astucia, violencia, maldad, traición, tristeza, agonía en rostros de risas torcidas y desdentadas, fealdad, cuerpos abyectos, entre otros rasgos consecuentes con el imaginario del terror del otro popular. Por un lado, los personajes individuales (el abogado mediático condenado, el diputado, los cafishos de discoteca, los personajes de la farándula, la bruja que pacta la muerte de su propia hija, la joven desamparada en su embarazo, el líder sádico del pabellón y su amante travesti, el cabecilla “pensante” de la banda opuesta); por el otro, las figuras colectivas y sus conexiones con intercambios entre víctimas y victimarios, presos y guardianes, un conjunto de enemigos y simultáneamente aliados, todos mártires. La cárcel como gótico del desecho – a semejanza de un conglomerado social- termina por ahogar, por quebrar los contornos igualando personajes y objetos hasta hacer desaparecer toda individualidad y potenciar el espacio como laberinto imposible, real y abstracto a la vez. Un espacio sin fondo, un agujero negro sin perspectiva, por lo cual aunque la amenaza y el conflicto en Tumberos están en primer plano, no van acompañadas ni surgen previsiblemente del uso funcional de sombras y contraluces expresionistas.

    Deleuze llama “abstracción lírica”, entre las categorías que destina a las estéticas del espacio y los lugares en el cine, a aquellas opciones que al contrario del expresionismo y sus principios de oposición y conflicto, muestran que “un acto del espíritu no es una lucha, sino una alternativa”7 . Con alternativa se refiere a la variación de los términos en que los personajes de un relato pueden estar comprometidos: el bien, el mal, la incertidumbre o la indiferencia entre ambos, disyuntivas que conducen por lo tanto a una elección entre el estado de las cosas y una posibilidad. Cuando los condenados de Tumberos sin diferencias de rangos o de niveles de abatimiento eligen rebelarse, adhieren a esta alternativa bajo una forma estética que se presenta sin contrastes evidentes -con los rasgos atenuados de la “abstracción lírica”- pero empujados por una decisión pasional, pulsional y ética a la vez.

    La pasión es la que convierte a los personajes de Caetano en prisioneros que resisten, antes que en víctimas o mártires. En aliados disímiles sumidos por igual en una abyección degradante y en una pulsión tanática , pero capaces de ejercitar un movimiento hacia la salida. Las imágenes de la rebelión de los “tumberos” retrotraen, como metáfora y homenaje, a las luchas armadas de los setenta, incluidas las banderas de una organización subversiva con sus territorios momentáneamente liberados, hasta la masacre final cumplida por también reconocibles fuerzas militares.

    Si este macabro remate arriesga una ética de la repetición (en este caso, como vuelta al pasado) que en sí misma condenaría toda acción de antemano al fracaso, la serie agrega un desvío al futuro. Un atisbo de espiritualidad, de pulsión de vida triunfante que encuentra su punto de coagulación entre una faca carcelaria y un animalito de peluche, asoma en el gesto con el que Ulises Parodi - sobreviviente prófugo en la imagen que clausura la serie-, se abraza al juguete que lo ligó obsesivamente a su pequeña hija. El gesto anticipa una suerte de tímido legado, de cierta idea de destino, como la que ejercita otro de sus personajes, el padre ex convicto de Un oso rojo, cuya trayectoria delictiva como garantía de la red familiar podría considerarse, invirtiendo la cronología de aparición de ambas obras, una continuidad de Tumberos en términos de relato. En ambos casos, la experiencia final del viaje por los corredores de la miseria social se resume en un fondo de espectralidad , en un resto, del que Caetano se anima a rescatar, entre otros valores, el valor de la transmisión generacional. En el abanico de posibles que abre este contacto con el “otro” popular, ya sea en su terreno o en el propio, él parece moverse con la certeza de que sin la elección de estos sujetos, que hoy centralizan las preocupaciones políticas, no hay relato posible de la historia. Ni actuaciones críticas de la memoria.

    Notas:

    (1) Miniserie de 11 capítulos estrenada en octubre de 2000 en el canal oficial. Dirección: Bruno Stagnaro, Guión: B. Stagnaro, Esther Feldman, A.Muñoz. Con Rodrigo de la Serna, Diego Alonso Gómez, Ariel Staltari, Franco Tirri. Producción Ideas del Sur.

    (2) Miniserie de 11 capítulos estrenada en septiembre de 2002 en América TV. Dirigida y escrita por Adrián Caetano. Protagonizada por Germán Palacios, Carlos Belloso, Alejandro Urdapilleta. Producida por Sebastián Ortega e Ideas del Sur.

    (3) Okupas fue programada nuevamente en mayo de 2001 y a finales de 2002 por el mismo canal. Tumberos tuvo una segunda programación en los primeros meses del 2003 también en el Canal de origen.

    (4) Véase Sylvia Molloy, “La política de la pose”, en Josefina Ludmer (comp.) La cultura de fin de siglo en América Latina, Beatriz Viterbo, Rosario, 1994.

    (5) Escrita y dirigida por A. Caetano, con Gastón Pauls, Paola Krum entre otros. La cautiva inició en octubre de 2002 un ciclo de cuatro adaptaciones de obras literarias argentinas co-producidas por el canal 7 y el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales.

    (6) Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo, Árdora, Madrid, 1997.

    (7) Gilles Deleuze, La imagen-movimiento, Paidós, Barcelona, 1984, p. 264.


    (Fuente: www.elojoquepiensa.com)


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