“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • El Cordero, retrato de una sociedad postdictadura
    Por Camilo Rojas

    Seguimos en nuestra revisión del festival SANFIC 10 con la ópera prima del director chileno Juan Francisco Olea y protagonizada por el gran Daniel Muñoz. 

    Domingo (Daniel Muñoz) es un devoto hombre de clase media cuya existencia parece debatirse entre su trabajo de oficina y la Iglesia. Él, su mujer Lorena (interpretada sobriamente por Trinidad González) y su hijo adolescente Roque (Alfonso David) son habituales en las misas y eventos de beneficencia de su parroquia. Pero la existencia de Domingo es, más allá de las apariencias, extrañamente vacía. ¿Por qué un hombre con una familia, un pequeño pero estable trabajo y -sobre todo- una ferviente creencia en Dios, sentiría una suerte de vacío existencial en su vida? ¿De dónde surgió ese agujero y cómo puede llenarlo?

    Nuestro primer acercamiento a Domingo es en la escena inicial de la película. Una confesión. Sus palabras recubiertas de la congoja que solo un pecador consciente conoce. Sí, ha pecado y requiere confesarse.
    Eso hasta que el cura (el camaleónico Roberto Farías) parece soltar una risa burlona pero bienintencionada. La confesión parece casi ridícula; los pecados cometidos, insignificantes. La penitencia, inexistente. Sin embargo, allí está Domingo, intentando conseguir una penitencia por sus pecados: como un engranaje más en una máquina ancestral perfectamente aceitada. Pecador peca, pecador se confiesa, pecador se arrepiente, pecador es salvo.

    El cordero, sin embargo, nos plantea una interesante pregunta: ¿qué ocurre cuando algo falla en esa ecuación? ¿Qué ocurre cuando el pecador peca y se confiesa pero sin sentir arrepentimiento? O mejor dicho, ¿hay absolución de culpas si el pecador no siente culpa alguna?

    La existencia de Domingo parece verse irremediablemente transformada cuando termina matando involuntariamente a su compañera de trabajo al confundirla con un ladrón en la oscuridad. Si bien en primer lugar la conducta extrañamente calmada de Domingo tras la situación pareciera ser producto del shock que provoca matar a alguien (y de una manera tan innecesaria), la película se cuelga y se desarrolla completamente a partir de ese elemento: Domingo es incapaz de sentirse culpable por su accionar, hasta el punto en el que uno se pregunta si Domingo es incapaz de sentir algo en absoluto. Un sociópata vestido de feligrés.

    Lamentablemente para él, su incapacidad de sentir remordimiento choca directamente con los pilares en los que basa su creencia. ¿Cómo va a poder ser absuelto si no está verdaderamente arrepentido? Cada vez que se confiesa con el cura Efraín, busca una nueva penitencia para poder sentir que está “pagando una deuda”. Y sin embargo, el vacío sigue allí.

    Los problemas de Domingo no se detienen allí: su familia parece estar al borde de la desintegración. Un hijo adolescente atormentado con un secreto que se rehúsa a revelar a su familia (y que le ha valido varias citaciones a Domingo), una mujer que se siente cada vez más sola y alienada en su propia casa debido al poco cariño demostrado por Domingo y a la negativa constante de éste a tener otro hijo. Una familia que parece unirse tan solo por su devoción hacia las Sagradas Escrituras pero cuyos verdaderos vínculos están tan gastados que están al borde de quebrantarse al mínimo forcejeo.

    La precaria situación familiar se ve exacerbada con el regreso de Paula (Isidora Urrejola), la sobrina de Domingo y Lorena y su posterior estadía en el hogar familiar. Paula consigue el puesto que había quedado vacante después del “incidente” de Domingo y así el negocio queda prácticamente concentrado totalmente en manos familiares: Don Patricio (Julio Jung), el dueño del negocio, es el padre de Lorena (por lo tanto, suegro de Domingo y abuelo de Paula).

    Debemos destacar la subversión de expectativas que se produce en la película: en primer lugar, la ya mencionada reacción tranquila de Domingo al matar a su compañera de trabajo (que es absolutamente destruida ante nuestros ojos por la posterior escena en la que el novio de la víctima confronta, mientras llora desconsoladamente, a un Domingo casi impávido). El personaje de Paula en sí es la otra gran subversión de expectativas: es, a priori, el cliché de la pariente joven, “liberal” y atractiva que lleva a nuestro protagonista al pecado y termina destruyendo su familia y su vida. Sin embargo, aunque el resultado pueda ser el previsto, lo interesante es que no es Paula quien termina ocasionando las mayores desgracias en la vida de Domingo.

    El único causante de la caída es el mismo Domingo. Él y solo él es responsable de su espiral descendente.

    Es Domingo (y por lo tanto, Daniel Muñoz) el que domina la película casi en su totalidad. Todo gira en torno a él. Su figura es la de los primeros planos, su silueta es la que rompe con los fondos, sus silencios y su falta de reacción lo que mueve la trama. Esto, sin embargo, no significa que los otros personajes no aporten un poco de color y sentimiento a la película: Trinidad González como Lorena brilla con luz propia cuando se le cede la importancia. Su escena final en la película es profundamente efectiva, un descargo necesario ante tanta impotencia y frustración. Otro personaje memorable es Chester (Gregory Cohen), un hombre condenado por delitos que no conocemos y al cual Domingo va a visitar como penitencia por sus pecados.

    Domingo y Chester son almas sorprendentemente similares para estar en situaciones tan diversas. Domingo va a la cárcel como misionero, dispuesto a evangelizar y termina saliendo lleno de dudas, confrontado con la realidad más oscura que no quiere ver. ¿Qué lo diferencia de un delincuente, más allá del disfraz de su fe, si es incapaz de sentir remordimiento? Si su falta de empatía lo lleva a cometer cada vez más y más ilícitos, ¿no debería estar él allí, al otro lado de los barrotes?

    En ese viaje de humanización y deshumanización de Domingo, hay imágenes pequeñas pero certeras que nos muestran su verdadera condición. Siluetas de cruces que parecen juzgarlo en silencio cada vez que se apresta a cometer un delito. Una panty blanca que utiliza para cubrir su cara mientras los realiza, borrando sus rasgos, revelándonos su verdadera falta de humanidad. Una cara inexpresiva para un ser inexpresivo.

    Asimismo, resulta curioso cómo el conflicto interno de Roque es casi un reflejo del conflicto de su padre. Ambos dominados por sus creencias e intentando realizar una rebelión, a su manera, para poder sentirse más cómodos. La utilización de ciertos pasajes de la Biblia para predicar ante otros no es más que la irónica manifestación del odio que sienten por sí mismos y justificar su accionar. Una constante negación que los define.

    El Cordero es un relato de las atrocidades que se pueden cometer en nombre de (o amparado por) la fe. También es un retrato de una sociedad post-dictadura en la que el conservadurismo aún impera, como una regla implícita, en el subconsciente de una sociedad que cada vez lucha más por alcanzar libertades. Nos muestra la influencia y la importancia de la Iglesia (y, en particular, de las parroquias de las villas y barrios) sobre sus feligreses – como una suerte de faro a la distancia en una noche tormentosa. La idea del director y del guionista era situar el relato en la década de los 90s, en esa compleja y frustrante época de transición, pero la historia tiene un toque atemporal que nos revela que no estamos tan lejos, como quisiéramos estar, de las cuestiones del pasado que nos acomplejan. Una sociedad que sigue viviendo, muriendo y matando por sus creencias.


    (Fuente: Revius.net)


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